Todo Llega [HILO]

 Hace exactamente ocho años juré vengarme de Nicolás Espinoza. Le advertí que Rosario es chico y mi paciencia infatigable, sobre todo cuando es estimulada por tanto rencor. Sería cuestión de tiempo para que la vida nos volviera a encontrar. Y así sucedió.


Acompáñenme al 2012. Yo curso mi segundo año de la secundaria inmerso en un sinfín de desgracias hormonales y alteraciones del ánimo. Tengo algunos kilos de más y pústulas horribles desparramadas en los pómulos. Son tiempos difíciles y mi bálsamo son los jueguitos de computadora.


Mi única amiga se llama Sofía, que hace sus veces de confidente. En una charla teñida de inocencia le manifiesto que estoy profundamente enamorado de Micaela. Sofía, con el inexistente tacto de la pubescencia, largó: "Mica sólo sale con chicos de quinto. Olvidate de ella".


Sin embargo, yo sentía que contaba con herramientas para al menos presentar batalla. Mi ácido y elocuente sentido del humor más de una vez hacía carcajear al salón entero. Coleccionaba sanciones disciplinarias, que valían la pena si lograba cosechar alguna mueca en Micaela.


Mi amor platónico me llevaba varios centímetros de altura y, si nos cotejaban, me hacía ver como un nene de séptimo grado. Era rubiecita, tenía brackets y estaba a la vista que su proceso madurativo había sido prematuro, lo que despertaba un serio interés de todo el colegio.


Pero yo soy más obstinado que el cartaginés Anibal y también lo era en aquel momento. Mi siguiente movimiento fue agregarla a Facebook, a pesar de tener de perfil la foto de Gokú Supersayayin 3. La aceptación se hizo esperar (fueron al menos tres semanas) pero finalmente llegó.


Una vez infiltrado entre sus amigos descubrí un mundo ignoto para mí. Mientras yo miraba la Champions League e intentaba memorizar la formación del Barcelona, los chicos de mi edad organizaban fiestas y reuniones a las que nunca estaba invitado. Decidí intentar un acercamiento.


Le escribí dos días después. "Hola, Mica" tipié inseguro. Nunca contestó. Corrieron las semanas sin siquiera saber si había leído el mensaje. Cada vez que la veía en el colegio yo agachaba la mirada e intentaba repetir la formación del Barça para distraer a la vergüenza.


Fue un día que parecía ordinario cuando mi suerte cambió drásticamente. Llegué del colegio apurado; jugaba en semifinales el Barca contra el Chelsea. Tiré la mochila, agarré algunas galletitas vainillas que había acopiado para la ocasión y me desplomé sobre el sillón.


Justo cuando estaba metiendo la mano en mis calzoncillos Kevingston para combatir el frío escucho la notificación de Facebook: “Hola, Tomi.” rezaba el mensaje. Un calor abrasador me empezó a sofocar. Perdí el hilo del partido y sentí que el corazón se me quería escapar del pecho.


“¿Y ahora?”. Cavilé opciones. En mi mente adolescente esbocé posibles respuestas que concluyeron en un: “Hola, Mica. ¿todo bien?”. A partir de ahí la charla siguió esperanzadora. El chat me mostraba mi foto de Gokú con sus pelos amarillos, lo que me transmitía cierta confianza.


Sus errores de ortografía eran recurrentes y entorpecían la fluidez de la conversación, ya que en ocasiones no se entendía lo que estaba queriendo expresar. Tenía serios problemas de sintaxis. Pero una frase se entendió clarísima: "¿alguna vez intercambiaste fotos hot con alguien?". 


En ese entonces la foto más caliente que había intercambiado era la de algún producto culinario que había metido en el horno. Disimulé. Traté de demostrar experiencia en el rubro, como quien intenta vender un producto que en su puta vida utilizó.


"Obvio que sí. ¿vos no?". La respuesta me paralizó. El mensaje no llegó en formato de texto, sino JPG. Mis ojos orbitaron sobre toda la pantalla de mi BlackBerry, no quería perderme ningún detalle de la foto.


La imagen del escote hizo estragos en mi cabeza. El boxer Kevingston comenzó a molestarme y me chorreaban mares de sudor de la nuca. No tenía herramientas, autoestima ni argumentos para replicar una foto con semejante personalidad. Yo era cachetón y me escaseaba el vello.


"¡Qué lindas!" le contesté. "¿Te gustan?" me interrogó mientras me exigía una réplica. Pero yo no sabía de poses ni ángulos adecuados. Si enviaba algún tipo de contenido haría el ridículo inevitablemente y, si no lo hacía, quedaría como un cobarde virginal. Estaba atrapado.


Dejé volar la imaginación que siempre me caracterizó e intenté conseguir una buena captura. Completamente desprovisto de indumentaria me dirigí hacia el enorme espejo que tenía mi mamá en su vestidor. Acto continuo, tapé mi intimidad con una pelota de fútbol de YPF. 


Era Adán después de morder la manzana, con la única diferencia que a mí no me cubría los genitales una hoja de parra sino una pelota añeja con los gajos desprendidos. Al cuarto intento creí que la foto estaba relativamente bien lograda. Mi cara se veía nítida. Se la envié.


Pasaron las horas sin ningún atisbo de respuesta. Recuerdo no haber podido dormir. ¿Habrá sido exagerada? ¿Salí mal? ¿Debería haberme puesto mi camiseta del Madrid? ¿O la de Central con el "Di María"?. Eran todos interrogantes que serían contestados súbitamente al día siguiente.


Desde el instante en el que ingresé al colegio escuché los murmullos perseguirme. Al pasar por la puerta de Tercero "B" un grupito de chicas cuchichearon al verme. Caminé raudamente sin levantar la vista. Llegué al salón y me desayuné con una noticia que me hizo tambalear. 



Mi foto estaba en los celulares de todo el colegio. El plan había sido meticulosamente diagramado por Nicolás Espinoza, el novio de Micaela, estudiante de quinto año. Yo había caído en la trampa como una rata en el queso. Ir al colegio se convirtió en una tortura inquisitorial.


Algunos me llamaban el niño YPF. Otros, lo más crueles, hacían comparaciones burdas y simplistas con la pelota y mi peso. Sofía me confesó que le daba vergüenza estar cerca mío en los recreos pero que podíamos seguir siendo amigos a escondidas.


Tanto se viralizó mi fotografía que llegó a las manos de algunos docentes y padres, que me tildaban de pervertido. Un día la vieja amargada de matemáticas me adoctrinó con un comentario malintencionado: "Vos, el querubín de la pelota, a ver si me prestás atención”.


La humillación duró algunos largos meses. Sin embargo, mi odio se inmortalizó. Se me impregnaron como ácido las burlas de Nicolás Espinoza y sus secuaces. Algo había cambiado dentro mío y supe que la paz sólo llegaría con un acto vindicativo que desahogue mi odio.


Era evidente que en un combate físico sería aniquilado en segundos. Mi fuerte siempre fue la inteligencia y sabía que la venganza, aunque camine despacio, nunca deja de alcanzar a los malandrines en su carrera. Comencé el gimnasio y reemplace los jueguitos de compu por boxeo.


Espinoza ese año terminó la secundaria y no volví a saber nada más de él. Yo, en cambio, pegué el estirón y reemplacé las pústulas por músculos vigorosos. Cuándo sentía que no tenía más fuerza para una sentadilla o energía para saltar la soga, recordaba la cara del malviviente.


Así pasaron los años; ocho y algunos meses, para ser más preciso. A mitad de año me llegó un mensaje a Twitter desde una cuenta anónima: era mi foto pornográfica, esa que yo creía extraviada en los anales de la adolescencia. "¿El gordito éste sos vos? Cambiaste bastante”.


Todo mi cuerpo se agazapó como una fiera cuando se siente amenazada. Desde el primer instante supe que era él. Tenía de perfil la foto de Gokú que yo lucía en Facebook aquel día del intercambio. Me estaba provocando. En palabras de un español, me estaba tocando los cojones.


"A ver si te hiciste hombre, gordito. Vení a pelear el jueves a las 18:00 en mi gimnasio. Me enteré que boxeás. Mano a mano vos y yo. Necochea 5534. Te voy a estar esperando". Escribió posteriormente. Aquel jueves llegó rápido.


Apenas llegué me subí al ring. Entre las cuerdas me esperaba un mastodonte. Espinoza había sumado varios kilos y sus brazos tenían el diámetro de un matafuegos. Según mis estimaciones medía al menos 1,90 y rondaba los 110 de peso. Lo examiné mientras me ponía el protector bucal.


El tipo estaba extrañamente cambiado. Tenía la nariz más chata e irregular (estimé que de tanto boxear) y los ojos menos redondos que ocho años atrás. Me asustó nuevamente su descomunal tamaño, ya que ahora mi criterio no estaba condicionado por una visión adolescente.


No había lugar para la cobardía ni para dar marcha atrás. Salí de mi esquina enfurecido: había esperado casi una década este momento y tenía que darle una lección a mi verdugo del secundario. Ya inmerso en la vorágine de la pelea empecé a dilucidar el nivel de mi oponente.


Sus golpes se sentían como piedras. Yo lograba esquivar algunos jabs pero los que llegaban a destino retumbaban en toda mi humanidad. Cada impacto era una posibilidad de ganar la pelea que se escurría. Pero di batalla. Conecté algunos ganchos y le hice sangrar una ceja.


La contienda era pareja. Nunca me metí en el golpe por golpe y cada vez me consolidaba más en el cuadrilátero. Hasta que me desconcentré una milésima de segundo. Su mano, pesada como un camión Scania, desembarcó de lleno sobre mi mandíbula. En cámara lenta aterricé en la lona.


El juez, un cliente del gimnasio improvisado, me preguntó si estaba bien. No pude contestarle; tenía interferencia en el televisor. Apreté con fuerza el masetero para controlar que esté todo en su lugar, pero un dolor punzante me paralizaba la cara. No podía seguir peleando.


Al llegar la ambulancia los médicos me subieron rápidamente a una camilla: la mandíbula estaba rota. Mientras me trasladaban veo de reojo bajar a la mole del ring. Charlaba con alguien de cara familiar, quién le entregó un fajo de billetes, todos de mil pesos.


Cuando pasé frente a ellos (en posición horizontal y medio mareado) pude entenderlo todo. Nada en él había cambiado. Tenía la nariz alargada y puntiaguda y los ojos redondos igual que ocho años atrás. 


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