Nunca tengas perro
Los perros son una mierda. Entiendo el odio que suscitará en ustedes mi tesis, pero lo cierto es que estoy viejo y ya no me esfuerzo en pos de la aprobación de mis lectores. Es triste porque esta vez mi propósito es genuino, y hasta sincero. Estoy buscando advertirles, a los que se encuentran cavilando la decisión de adoptar una de estas criaturas, que se retracten con urgencia. Mi militancia no es contra los animales en general -a los cuales no aborrezco- sino contra ésta especie nefasta en particular, la de los cánidos. Haganle caso a este viejo y no se caguen la vida; adopten un gato, un loro, un conejo, incluso una tortuga es una buena elección, pero nunca, jamás, tengan un perro.
Tuve sólo un perro en mi vida y fue recién a los 41 años, cuando mi mujer me hizo cornudo con el papá de un compañerito de mi hijo de la escuela, el Doctor Espinoza de los Monteros, un abogado con cara ordinaria y trajes suntuosos. Fue Luis, un amigo de la infancia, el que me recomendó adoptar un perro. Me enumeró, con mucha perspicacia, todas las razones por las cuales era una buena idea sumar a un compañero a mi atribulada y aburrida casa de soltero cuarentón. De todo su monólogo argumentativo, fue uno, y sólo uno, el punto que logró seducirme por completo.
—Además— me dijo— vos no te das una idea la cantidad de minas que vas a levantar con esto, es una locura—. Me agarró en pleno duelo y con la guardia baja. Me dejé persuadir.
—Encargate vos de traerlo hasta acá— le dejé en claro— yo no voy andar buscando perro, encima que no me gustan. Lo único que te digo, no me traigás un perrito de esos de porquería, a mí me traés un perro mediano o grande. ¿está claro?— cerré.
Luis asintió con cabeza, puso las puntas de los labios hundidos hacia abajo en señal de seguridad, y sentenció.
—papá, vos dejamelo a mi.
A la semana siguiente escucho el timbre de mi casa acompañado de la voz de Luis:
—¡No sabés lo que te traigo acá, campeón, te vas a morir!—. A esta altura habrán notado ustedes que Luisito no es especialmente destacado por su intelecto, pero lamentablemente el intelecto nunca me pareció un requisito excluyente de mis amistades. Cuando abrí la puerta quedé atónito. A Luis le costaba contener tanta felicidad en el cuerpo, tenía una sonrisa enorme e inocente y estaba exaltado. Tenía los brazos en forma de cuna y sobre él, la criatura más horripilante que había visto en mi vida. Es difícil describir con exactitud la fealdad de ese animal. Era una cosa negra de un tamaño considerable, por lo que al pobre Luis le costaba sostenerlo con firmeza. Tenía los pelos del bigote extremadamente largos y caídos, como la barba de un monje oriental. Aunque tenía el hocico cerrado se le asomaban tres dientes desde la parte inferior de la mandíbula que apuntaban todos hacia distintas direcciones. A pesar de todo esto, lo que más horror me produjo fueron los ojos, de un negro carbón. Uno lograba entender hacia donde estaba queriendo mirar el animal porque un ojo le funcionaba, pero el restante denotaba un severo estrabismo y miraba siempre hacia afuera del rostro. La criatura me observó con su único ojo eficaz acompañando la vista con una mirada tierna y profunda, como siendo consciente de lo desdichado que era. —Tomá te lo dejo que me tengo que ir, se llama Pochi, después hablamos— concluyó Luis.
Lo entré y lo dejé en el piso. Me senté en el sillón para ver a Central que jugaba un partido picante contra San Lorenzo, el fútbol era mi única distracción de la tragedia en la que se había convertido mi vida. El sabandija no paraba de mirarme. —¿Qué querés?— lo encaré con odio mirándolo al ojo apropiado. Impertérrito, inclinaba el cuello hacia un costado y seguía mirándome concentrado. —¿Querés comer algo?— me dirigí a la heladera y le acerqué una milanesa que me había sobrado de la noche anterior.
Al principio, no les voy a mentir, me daba vergüenza sacar a pasear a Pochi, así que elegía el turno de trasnoche. Aunque ustedes no lo crean, no era el único boludo que paseaba su mascota a las tres de la mañana. Juan Carlos, por ejemplo, tenía un perro casi tan espantoso como el mío, se llamaba Orangután, y pegaron onda rápidamente entre ellos. Sin embargo el tiempo me llevó a asumir la fealdad de Pochi como quién asume la propia, y empecé a sacarlo en horas pico. Soberbios y arrogantes, sacando pecho, íbamos a las 7 de la tarde a la plaza San Martín, en pleno verano. Media ciudad está en la plaza San Martín en pleno verano. El Pochi y yo en una simbiosis admirable, mano a mano, caminando al mismo ritmo y casi sincronizados. Lo increíble de este animal es que se sabía feo, pero sólo buscaba la aceptación de una persona en el mundo: la mía. Era como esos hijos cuyo único móvil existencial es la aprobación paterna. Al principio nos costó el cambio de rutina, al segundo día un nene de unos seis años -casi tan feo como Pochi- lo señaló a los gritos: —¡Mamá, mamá, mirá lo feo que es ese perro, parece una rata gigante!— El juicioso animal lo miró circunspecto y con el ceño fruncido. Los tres dientes aflorando le quitaban seriedad a su enojo, pero se entendía el mensaje. Otra vez una viejita con buenas intenciones se le arrimó, y mientras lo acariciaba con afecto me dijo: —Pobrecito ¿qué le pasó?.
Pese a todo esto, encontré en los tenedores de perros un submundo apasionante, puedo aserverarles que es cien por ciento verídico, el dicho de que las mascotas se parecen a sus dueños. A las 7.20 caía siempre a la plaza la rubia del Golden “Hércules”. ¡Que animal maravilloso!. Llevaba una melena dorada que la dueña mantenía siempre prolijamente peinada, la dentadura del carnívoro era preciosa e intimidante y además portaba un collar llamativo de plata. Pochi lo miraba a Hércules con indiferencia y desinterés, como diciendo “vos tendrás lo tuyo, pero yo tengo lo mío”. El fisicoculturista del Pitbull “Tyson” llegaba alrededor de las 7.30 aunque a veces se demoraba porque venía del gimnasio. Aunque menos precioso, su can no era menos imponente que Hércules. Gris, musculoso, petiso y con cara de malo, intentaba suplantar la endeble masculinidad de su dueño. Pochi le olía el culo a todos en la plaza menos a Tyson porque lo que le faltaba de belleza le sobraba de astucia. La jueza de la Poodle “Kira” nunca me cayó bien. La perra era blanca, alta, y tenía unos horribles pompones de pelaje en la cola y en las orejas. La letrada miraba siempre con desprecio y altanería a Pochi y cuando éste se le acercaba a su perra, la llamaba desesperadamente —Kira, Kira, vení para acá, dale—. La realidad es que nunca en la puta vida se me acercó una mina cuando andaba con el Pochi, las espantaba.
Mi perro me salvó la vida.
Tan sólo unos meses después de terminar un divorcio conflictivo y costoso, mi madre falleció de una neoplasia por demás exótica y mi viejo tuvo un accidente cerebro vascular irreversible. Mi vida se había convertido en un laberinto engorroso del cual no había salida aparente. Un trabajo mediocre y una familia derrumbada habían convertido mi miserable rutina en un infierno. El Pochi parecía entender todo lo que sucedía en mi tumultuosa cabeza e inflexiblemente me sacaba a pasear a la plaza cuando volvía desganado de trabajar. Cuando tenía suerte se me escapaba alguna vaporosa sonrisa al ver las caras de espanto de los nuevos paseadores de la plaza que veían por primera vez al Pochi. De vez en cuando me echaba unos piques para jugar con su hueso. Me quedaba sin aire al instante y levantaba la cabeza para tomar oxígeno, eran los únicos segundos del día en los que me sentía vivo. Cuando volvíamos de la plaza sólo pensaba en tirarme a dormir para pausar mis tribulaciones ensordecedoras, como quién pausa su serie favorita en Netflix, pero el Pochi se me arrojaba, con los últimos restos de energía que le quedaban en el lomo y me obligaba a despabilarme. Era él, quien con un severo ladrido me despertaba con rigurosidad militar los días que no encontraba estímulo alguno para levantarme de la cama. Me miraba mandón, con su ojo negro y sus tres dientes chuecos cuando intuía que tenía ganas de llorar o tomar una decisión irreversible. En los momentos que yo encontraba herramientas para alivianar mis tormentos, él aprovechaba para descansar. Se arrojaba tranquilo en su rincón de la casa y respiraba profundamente, en ocasiones se le escapaba un ronquido que me desprendía una leve carcajada. Por momentos me sentía deplorable, con tantas personas en el mundo, a mi me vino a salvar un perro.
Ayer Pochi murió de una de esas enfermedades caninas impronunciables: dirofilariosis, o algo así. Se fue el mismo día que mi vieja pero 2 años después, en una de esas coincidencias no tan aleatorias que tiene la vida. El veterinario me explicó, con poca paciencia, que es un parásito que mata a los perros viejos súbitamente. Hoy fuí a la municipalidad con una demanda un tanto insólita. Pedí que me dejen enterrar a Pochi en la plaza San Martín a las 7 de la tarde. Al principio el empleado municipal me miró medio consternado, pero después de contarle lo sucedido a un superior, entendieron mi reclamo. Me aseguré que ese día fueran a la plaza Tyson, Hércules y Kira. Los tres se sentaron, inmóviles, circunvalando el pozo, como entendiendo a la perfección un ritual extraño para su especie. Hércules, ya medio canoso y menos vigoroso, largó un quejido de llanto. Tyson pegó un ladrido mientras Kira miraba para abajo en un mutismo absoluto. Yo miré a los tres dueños a los ojos y les advertí: nunca más tengan un perro, los perros son una mierda.
Tuve sólo un perro en mi vida y fue recién a los 41 años, cuando mi mujer me hizo cornudo con el papá de un compañerito de mi hijo de la escuela, el Doctor Espinoza de los Monteros, un abogado con cara ordinaria y trajes suntuosos. Fue Luis, un amigo de la infancia, el que me recomendó adoptar un perro. Me enumeró, con mucha perspicacia, todas las razones por las cuales era una buena idea sumar a un compañero a mi atribulada y aburrida casa de soltero cuarentón. De todo su monólogo argumentativo, fue uno, y sólo uno, el punto que logró seducirme por completo.
—Además— me dijo— vos no te das una idea la cantidad de minas que vas a levantar con esto, es una locura—. Me agarró en pleno duelo y con la guardia baja. Me dejé persuadir.
—Encargate vos de traerlo hasta acá— le dejé en claro— yo no voy andar buscando perro, encima que no me gustan. Lo único que te digo, no me traigás un perrito de esos de porquería, a mí me traés un perro mediano o grande. ¿está claro?— cerré.
Luis asintió con cabeza, puso las puntas de los labios hundidos hacia abajo en señal de seguridad, y sentenció.
—papá, vos dejamelo a mi.
A la semana siguiente escucho el timbre de mi casa acompañado de la voz de Luis:
—¡No sabés lo que te traigo acá, campeón, te vas a morir!—. A esta altura habrán notado ustedes que Luisito no es especialmente destacado por su intelecto, pero lamentablemente el intelecto nunca me pareció un requisito excluyente de mis amistades. Cuando abrí la puerta quedé atónito. A Luis le costaba contener tanta felicidad en el cuerpo, tenía una sonrisa enorme e inocente y estaba exaltado. Tenía los brazos en forma de cuna y sobre él, la criatura más horripilante que había visto en mi vida. Es difícil describir con exactitud la fealdad de ese animal. Era una cosa negra de un tamaño considerable, por lo que al pobre Luis le costaba sostenerlo con firmeza. Tenía los pelos del bigote extremadamente largos y caídos, como la barba de un monje oriental. Aunque tenía el hocico cerrado se le asomaban tres dientes desde la parte inferior de la mandíbula que apuntaban todos hacia distintas direcciones. A pesar de todo esto, lo que más horror me produjo fueron los ojos, de un negro carbón. Uno lograba entender hacia donde estaba queriendo mirar el animal porque un ojo le funcionaba, pero el restante denotaba un severo estrabismo y miraba siempre hacia afuera del rostro. La criatura me observó con su único ojo eficaz acompañando la vista con una mirada tierna y profunda, como siendo consciente de lo desdichado que era. —Tomá te lo dejo que me tengo que ir, se llama Pochi, después hablamos— concluyó Luis.
Lo entré y lo dejé en el piso. Me senté en el sillón para ver a Central que jugaba un partido picante contra San Lorenzo, el fútbol era mi única distracción de la tragedia en la que se había convertido mi vida. El sabandija no paraba de mirarme. —¿Qué querés?— lo encaré con odio mirándolo al ojo apropiado. Impertérrito, inclinaba el cuello hacia un costado y seguía mirándome concentrado. —¿Querés comer algo?— me dirigí a la heladera y le acerqué una milanesa que me había sobrado de la noche anterior.
Al principio, no les voy a mentir, me daba vergüenza sacar a pasear a Pochi, así que elegía el turno de trasnoche. Aunque ustedes no lo crean, no era el único boludo que paseaba su mascota a las tres de la mañana. Juan Carlos, por ejemplo, tenía un perro casi tan espantoso como el mío, se llamaba Orangután, y pegaron onda rápidamente entre ellos. Sin embargo el tiempo me llevó a asumir la fealdad de Pochi como quién asume la propia, y empecé a sacarlo en horas pico. Soberbios y arrogantes, sacando pecho, íbamos a las 7 de la tarde a la plaza San Martín, en pleno verano. Media ciudad está en la plaza San Martín en pleno verano. El Pochi y yo en una simbiosis admirable, mano a mano, caminando al mismo ritmo y casi sincronizados. Lo increíble de este animal es que se sabía feo, pero sólo buscaba la aceptación de una persona en el mundo: la mía. Era como esos hijos cuyo único móvil existencial es la aprobación paterna. Al principio nos costó el cambio de rutina, al segundo día un nene de unos seis años -casi tan feo como Pochi- lo señaló a los gritos: —¡Mamá, mamá, mirá lo feo que es ese perro, parece una rata gigante!— El juicioso animal lo miró circunspecto y con el ceño fruncido. Los tres dientes aflorando le quitaban seriedad a su enojo, pero se entendía el mensaje. Otra vez una viejita con buenas intenciones se le arrimó, y mientras lo acariciaba con afecto me dijo: —Pobrecito ¿qué le pasó?.
Pese a todo esto, encontré en los tenedores de perros un submundo apasionante, puedo aserverarles que es cien por ciento verídico, el dicho de que las mascotas se parecen a sus dueños. A las 7.20 caía siempre a la plaza la rubia del Golden “Hércules”. ¡Que animal maravilloso!. Llevaba una melena dorada que la dueña mantenía siempre prolijamente peinada, la dentadura del carnívoro era preciosa e intimidante y además portaba un collar llamativo de plata. Pochi lo miraba a Hércules con indiferencia y desinterés, como diciendo “vos tendrás lo tuyo, pero yo tengo lo mío”. El fisicoculturista del Pitbull “Tyson” llegaba alrededor de las 7.30 aunque a veces se demoraba porque venía del gimnasio. Aunque menos precioso, su can no era menos imponente que Hércules. Gris, musculoso, petiso y con cara de malo, intentaba suplantar la endeble masculinidad de su dueño. Pochi le olía el culo a todos en la plaza menos a Tyson porque lo que le faltaba de belleza le sobraba de astucia. La jueza de la Poodle “Kira” nunca me cayó bien. La perra era blanca, alta, y tenía unos horribles pompones de pelaje en la cola y en las orejas. La letrada miraba siempre con desprecio y altanería a Pochi y cuando éste se le acercaba a su perra, la llamaba desesperadamente —Kira, Kira, vení para acá, dale—. La realidad es que nunca en la puta vida se me acercó una mina cuando andaba con el Pochi, las espantaba.
Mi perro me salvó la vida.
Tan sólo unos meses después de terminar un divorcio conflictivo y costoso, mi madre falleció de una neoplasia por demás exótica y mi viejo tuvo un accidente cerebro vascular irreversible. Mi vida se había convertido en un laberinto engorroso del cual no había salida aparente. Un trabajo mediocre y una familia derrumbada habían convertido mi miserable rutina en un infierno. El Pochi parecía entender todo lo que sucedía en mi tumultuosa cabeza e inflexiblemente me sacaba a pasear a la plaza cuando volvía desganado de trabajar. Cuando tenía suerte se me escapaba alguna vaporosa sonrisa al ver las caras de espanto de los nuevos paseadores de la plaza que veían por primera vez al Pochi. De vez en cuando me echaba unos piques para jugar con su hueso. Me quedaba sin aire al instante y levantaba la cabeza para tomar oxígeno, eran los únicos segundos del día en los que me sentía vivo. Cuando volvíamos de la plaza sólo pensaba en tirarme a dormir para pausar mis tribulaciones ensordecedoras, como quién pausa su serie favorita en Netflix, pero el Pochi se me arrojaba, con los últimos restos de energía que le quedaban en el lomo y me obligaba a despabilarme. Era él, quien con un severo ladrido me despertaba con rigurosidad militar los días que no encontraba estímulo alguno para levantarme de la cama. Me miraba mandón, con su ojo negro y sus tres dientes chuecos cuando intuía que tenía ganas de llorar o tomar una decisión irreversible. En los momentos que yo encontraba herramientas para alivianar mis tormentos, él aprovechaba para descansar. Se arrojaba tranquilo en su rincón de la casa y respiraba profundamente, en ocasiones se le escapaba un ronquido que me desprendía una leve carcajada. Por momentos me sentía deplorable, con tantas personas en el mundo, a mi me vino a salvar un perro.
Ayer Pochi murió de una de esas enfermedades caninas impronunciables: dirofilariosis, o algo así. Se fue el mismo día que mi vieja pero 2 años después, en una de esas coincidencias no tan aleatorias que tiene la vida. El veterinario me explicó, con poca paciencia, que es un parásito que mata a los perros viejos súbitamente. Hoy fuí a la municipalidad con una demanda un tanto insólita. Pedí que me dejen enterrar a Pochi en la plaza San Martín a las 7 de la tarde. Al principio el empleado municipal me miró medio consternado, pero después de contarle lo sucedido a un superior, entendieron mi reclamo. Me aseguré que ese día fueran a la plaza Tyson, Hércules y Kira. Los tres se sentaron, inmóviles, circunvalando el pozo, como entendiendo a la perfección un ritual extraño para su especie. Hércules, ya medio canoso y menos vigoroso, largó un quejido de llanto. Tyson pegó un ladrido mientras Kira miraba para abajo en un mutismo absoluto. Yo miré a los tres dueños a los ojos y les advertí: nunca más tengan un perro, los perros son una mierda.
Tomas Hodgers
tomashdg
Hermoso relato! Se me cayó un lagrimon con el final. Muy linda redacción
ResponderBorrarMuy bueno!!!! Me encantó!
ResponderBorrarExcelente!!!!
ResponderBorrarMe hiciste llorar
ResponderBorrar