Me infecté de Coronavirus
Y un día, así como así, me infecté de Coronavirus.
¿Para qué voy a mentirles? yo era de los que se mofaban de una enfermedad que me resultaba insignificante y tal vez un poco cómica. Vamos, cómo no voy a reírme de una gripe que se produjo gracias a que un chino se comió un murciélago en la otra punta del globo. ¿Será mi escepticismo el que me llevó a esta fatalidad? Quizás. Además de ser bastante ingobernable, hace varios años que no puedo orientar mi barco a ningún destino alentador y me toca lidiar con mis incesantes crisis. Imagínense que un virus gripal hubiese sido, con seguridad, la más inofensiva de mis desgracias.
Escribo esta carta para contarles que desde el diagnóstico positivo algo cambió dentro mio. En cada rincón de mi inmensidad percibo una cohesión desconocida. No sé por qué, pero no me siento solo en esta. Siempre fui bastante reluctante, pero ayer se me escapó una lágrima traviesa por la comisura de los ojos al ver las miles de personas aplaudiendo en sus balcones. No recuerdo haber visto algo así en otra ocasión. El primero que salió al balcón fue el kirchnerista del tercero “B”, con el torso desnudo y un pantalón corto de River. Aplaudía con entusiasmo golpeando con fuerza sus palmas, cuando vio al fervoroso macrista del tercero “A”, al cual aborrecía con esmero, asomarse con timidez por la moldura de la puerta del balcón. El kirchnerista, un militante casi insoportable, lo miró con cariño, inclinó su cabeza a modo de invitación y aplaudió aún más fuerte. El macrista, no menos devoto de su religión, aceptó la propuesta y empezó a percutir una cacerola con una cuchara de madera. Solo paró para hacerle una seña a su mujer para que lo acompañe en la ceremonia. Al ratito, el tímido liberal del edificio de enfrente, con Hayek bajo el brazo en forma de ala, se unió a la liturgia espontánea y comenzó a palmear. Lo siguió el radical del sexto, el peronista “de las viejas épocas” del noveno y el comunista vetusto del primero “A”. Cuando se percataron, vieron en los balcones al “antipolítica” del cuarto con su camiseta de Independiente, al abogado recio del doce que todos detestaban y al pálido estudiante de arquitectura del séptimo. Todos, en una especie de orquesta sinfónica, aplaudían sin chistar, cada uno a su ritmo. De vez en cuando se miraban con cariño, como olvidando viejos rencores, y hasta se prestaban alguna sonrisa. La mayoría no tenía idea por qué aplaudía, sólo una leve intuición. A la vieja del quince se le piantó una lágrima, porque su madre le había relatado cosas similares que evidenció en la guerra, del otro lado del charco, y sintió que la revivía por aquel instante. El remisero sesentón, que no residía ahí sino que estaba en la casa de su novia de setenta y cinco, quedó paralizado con un recuerdo que lo teletransportó a 1986, el único momento que, según él, fue feliz. Tengo que confesarles, ayer lloré.
Lo que está acaeciendo en mi interior me llena de esperanza y entusiasmo, y no puedo contener, entre tanta malas noticias, mi alegría. Veo políticos indulgentes abrazarse a viejos enemigos por el bien de su pueblo, a la prensa dejar los titulares chicaneros y amistarse bajo una portada común constructiva. Veo una oposición dispuesta a contribuir y un oficialismo alistado para ejecutar. Veo a un país entero encerrado en sus casas sin objeción alguna, más allá de los inadaptados de siempre. Ayer miles de hijos llamaron a sus padres para decirles que los perdonaban por todos aquellos años de ausencia y que estaban ahí, para lo que necesiten. Muchas madres terminaron de digerir a sus nueras y muchas personas fueron en busca del amor de su vida. “Que el fin del mundo nos pille bailando”, le dijo uno. “Con la cuarentena me alcanza” le respondió ella riendosé. A mi, sinceramente, no me parece para tanto.
Yo ya tengo casi 204 años y aún así no puedo digerir toda esta locura. Hace ya varias décadas que no soy el mismo y no puedo recuperarme de tantos años en los que me han bastardeado. Acá adentro se pelean por un partido de fútbol y una discusión automovilística puede convertirse en una guerra, hay familias que ya no se hablaban, más allá de esporádicas reuniones obligatorias, por el solo hecho de alguna discrepancia política. Hoy, gracias a este virus, ya no se pelean por fútbol y una discusión automovilística no amerita ni un grito. Yo pienso ¿realmente necesitaban esto?. Yo soy un país no tan viejo y lo único que anhelo es que mis habitantes estén contentos viviendo en mí, y no tengan que probar suerte en otras patrias. Quizás sea mi juventud la de la ingenua esperanza de que todo va a salir bien. Y tal vez me equivoque, pero quiero decirles que, aún con el peor de los finales, soy el país más contento del mundo, porque veo a mis habitantes más unidos que nunca.
Tomas Hodgers
tomashdg
¿Para qué voy a mentirles? yo era de los que se mofaban de una enfermedad que me resultaba insignificante y tal vez un poco cómica. Vamos, cómo no voy a reírme de una gripe que se produjo gracias a que un chino se comió un murciélago en la otra punta del globo. ¿Será mi escepticismo el que me llevó a esta fatalidad? Quizás. Además de ser bastante ingobernable, hace varios años que no puedo orientar mi barco a ningún destino alentador y me toca lidiar con mis incesantes crisis. Imagínense que un virus gripal hubiese sido, con seguridad, la más inofensiva de mis desgracias.
Escribo esta carta para contarles que desde el diagnóstico positivo algo cambió dentro mio. En cada rincón de mi inmensidad percibo una cohesión desconocida. No sé por qué, pero no me siento solo en esta. Siempre fui bastante reluctante, pero ayer se me escapó una lágrima traviesa por la comisura de los ojos al ver las miles de personas aplaudiendo en sus balcones. No recuerdo haber visto algo así en otra ocasión. El primero que salió al balcón fue el kirchnerista del tercero “B”, con el torso desnudo y un pantalón corto de River. Aplaudía con entusiasmo golpeando con fuerza sus palmas, cuando vio al fervoroso macrista del tercero “A”, al cual aborrecía con esmero, asomarse con timidez por la moldura de la puerta del balcón. El kirchnerista, un militante casi insoportable, lo miró con cariño, inclinó su cabeza a modo de invitación y aplaudió aún más fuerte. El macrista, no menos devoto de su religión, aceptó la propuesta y empezó a percutir una cacerola con una cuchara de madera. Solo paró para hacerle una seña a su mujer para que lo acompañe en la ceremonia. Al ratito, el tímido liberal del edificio de enfrente, con Hayek bajo el brazo en forma de ala, se unió a la liturgia espontánea y comenzó a palmear. Lo siguió el radical del sexto, el peronista “de las viejas épocas” del noveno y el comunista vetusto del primero “A”. Cuando se percataron, vieron en los balcones al “antipolítica” del cuarto con su camiseta de Independiente, al abogado recio del doce que todos detestaban y al pálido estudiante de arquitectura del séptimo. Todos, en una especie de orquesta sinfónica, aplaudían sin chistar, cada uno a su ritmo. De vez en cuando se miraban con cariño, como olvidando viejos rencores, y hasta se prestaban alguna sonrisa. La mayoría no tenía idea por qué aplaudía, sólo una leve intuición. A la vieja del quince se le piantó una lágrima, porque su madre le había relatado cosas similares que evidenció en la guerra, del otro lado del charco, y sintió que la revivía por aquel instante. El remisero sesentón, que no residía ahí sino que estaba en la casa de su novia de setenta y cinco, quedó paralizado con un recuerdo que lo teletransportó a 1986, el único momento que, según él, fue feliz. Tengo que confesarles, ayer lloré.
Lo que está acaeciendo en mi interior me llena de esperanza y entusiasmo, y no puedo contener, entre tanta malas noticias, mi alegría. Veo políticos indulgentes abrazarse a viejos enemigos por el bien de su pueblo, a la prensa dejar los titulares chicaneros y amistarse bajo una portada común constructiva. Veo una oposición dispuesta a contribuir y un oficialismo alistado para ejecutar. Veo a un país entero encerrado en sus casas sin objeción alguna, más allá de los inadaptados de siempre. Ayer miles de hijos llamaron a sus padres para decirles que los perdonaban por todos aquellos años de ausencia y que estaban ahí, para lo que necesiten. Muchas madres terminaron de digerir a sus nueras y muchas personas fueron en busca del amor de su vida. “Que el fin del mundo nos pille bailando”, le dijo uno. “Con la cuarentena me alcanza” le respondió ella riendosé. A mi, sinceramente, no me parece para tanto.
Yo ya tengo casi 204 años y aún así no puedo digerir toda esta locura. Hace ya varias décadas que no soy el mismo y no puedo recuperarme de tantos años en los que me han bastardeado. Acá adentro se pelean por un partido de fútbol y una discusión automovilística puede convertirse en una guerra, hay familias que ya no se hablaban, más allá de esporádicas reuniones obligatorias, por el solo hecho de alguna discrepancia política. Hoy, gracias a este virus, ya no se pelean por fútbol y una discusión automovilística no amerita ni un grito. Yo pienso ¿realmente necesitaban esto?. Yo soy un país no tan viejo y lo único que anhelo es que mis habitantes estén contentos viviendo en mí, y no tengan que probar suerte en otras patrias. Quizás sea mi juventud la de la ingenua esperanza de que todo va a salir bien. Y tal vez me equivoque, pero quiero decirles que, aún con el peor de los finales, soy el país más contento del mundo, porque veo a mis habitantes más unidos que nunca.
Tomas Hodgers
tomashdg
💙🤍💙 espero que seamos capaces de aprender algo de todo esto..
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