Este hombre despide un juguete.

Sólo tuve un juguete en mi vida. Mamá tendrá otro punto de vista en cuanto a tan pesarosa aserción y les dirá que han pasado por mis repisas Hot Wheels, legos, pelotas y rompecabezas. También velociraptors y Scalextrics. Se indigna hasta la rabia cuando me escucha sostener que a lo largo de mi vida solamente tuve un juguete, y que ni siquiera fue un regalo suyo. Es cierto que, por desgracia, me tocó compartirlo con niños de edades, idiomas, religiones y estratos disímiles. Esa capacidad de entretener al mundo entero es lo que hace tan especial a mi juguete. Será que lo siento mío por haber sido fabricado en mi Rosario natal, aunque lo haya comprado un catalán dueño de una de las jugueterías más grandes de Europa justo antes de que salga a la venta. El juguetero rosarino, al verlo salir de la cinta transportadora tan pequeño y enclenque, pensó que estaba fallado. Es por esto que consultó con expertos de la clínica de juguetes, quienes le diagnosticaron un desperfecto endocrino en una glándula propia de los muñecos (un extrañísimo caso de uno en diez mil). Los reparadores tasaron el saneamiento que, como era de esperarse, desbordaba la solvencia de una juguetería sudamericana. Ahí es cuando este español engreído, lleno de galardones y trofeos, se ofrece a costear el arreglo de mi muñeco y se lo lleva al otro lado del océano. No es la primera vez que esa juguetería nos roba un juguete a los argentinos. 


Una vez en España se lo estudió hasta el hartazgo; con relojes atómicos cronometraron su velocidad, con dinamómetros la fuerza de sus piernas y con plataformas ópticas su increíble capacidad de salto. Ninguno de los expertos logró dilucidar cuál era su mecanismo. La ciencia no encontró argumentos en su manual para explicar tanta precisión en las extremidades inferiores ni para entender el funcionamiento de su visión periférica o su peculiar sentido de orientación. Algunos han llegado a aseverar que el objetivo de su creador fue confeccionar un mago como Merlín y le salió un muñeco futbolista. Otros sostienen que la idea fue concebir un juguete extraterrestre, o uno superhéroe, pero que a nadie jamás se le ocurriría fabricar un artefacto con estas insólitas características para impactar un balón. 


Pero no estoy acá para enunciar las especificaciones técnicas de mi juguete, si no para contarles todo lo que significó para mi. Yo tenía 7 años cuando salió al mercado y 10 cuando participó en el mundial de juguetes. En aquel momento, cuando le marcó un golazo a una juguetería serbia, mi viejo me comentó que le hacía acordar mucho a su propio juguete de la infancia, que terminó de romperse hace muy poquito. Fue ahí, cuando lo vi zigzagueando como un insecto en suelo alemán, cuando supe que tenía juguete nuevo; más grande y extraño, pero más querible que los que adornaban mis anaqueles. Es por él, y por nadie más, que me empezó a gustar el fútbol. La semana se tornaba interminable esperando el domingo para poder jugar juntos y verlo marcar 1, 2, 3 o los goles que él tuviera ganas ese día. Benditos eran los martes o jueves que enfrentaba a las grandes jugueterías inglesas o alemanas y hacía parecer a sus rivales muñequitos de plomo con los pies soldados. Así, fue rompiendo uno por uno los récords de los mejores juguetes de la historia: máximo goleador de una liga, más títulos en una misma juguetería, mayor cantidad de goles en un año calendario, único en marcar más de 50 goles durante 9 años seguidos, y puedo seguir hasta el cansancio. Incluso el “Max Steel” que vestía de blanco y se sacaba la camiseta mostrando su torso esculpido estuvo mucho tiempo en la sombra de mi juguete pulga. Yo tenía la habitación atestada de transformers, superheroes y camiones, pero sólo jugaba con mi muñeco futbolista, a la distancia y a través de un televisor. Mi alegría de la semana era disfrutar de esa juguetería catalana de muñecos españoles, brasileros y argentinos, dirigida por un titiritero calvo que revolucionó el mundo del fútbol.


Me preguntan por qué sufro sus derrotas como mías, por qué vivo su tristeza como propia y cómo puede ser que su impotencia cale tan hondo en mí. Mi respuesta es invariablemente absurda: porque es mi juguete. El cariño que le tengo es irracional si el análisis descansa en un futbolista, pero perfectamente válido si hablamos de un juguete. Porque un juguete es, en la infancia, confidente, compañero y mejor amigo. Es quién te entretiene cuando los adultos hablan de cosas importantes y te hace olvidar lo mal que la pasaste ese día en la escuela. Dirán que es tibio porque no habla de política, ni de gobiernos de turnos o porque no toma posturas en cuestiones polémicas. Dirán que no tiene la mejor dicción y que ni siquiera es extrovertido. Dirán que es pecho frío, que no quiere a su país y que no siente la camiseta. Pero él no contesta porque no fue fabricado para eso; fue confeccionado para jugar a la pelota y ser la alegría de muchos niños  alrededor del mundo, como alguna vez fui yo. Es un juguete sin sonido que se recarga con goles, levantándose en cada patada y mirando al cielo en cada festejo. 


Hoy escribo estas palabras desde la más insondable tristeza; mi juguete de la infancia se está quedando sin pilas. Ya no hace tres goles por partido, no desparrama rivales haciéndolos parecer soldaditos de plomo, ni explota a una velocidad enigmática desorientando hasta a los más experimentados camarógrafos. Yo quise creer que la energía de mi juguete era imperecedera, o recargable como las baterías de litio modernas, pero resultó no ser así. Se lo ve agotado y triste, al punto de querer abandonar la juguetería de toda su vida. Estoy contemplando las últimas funciones de mi compañero con la nostalgia de saber que ya no serán tantas, pero con la alegría de haber crecido juntos, cada uno en su latitud, él pateando una pelota y yo gritando sus goles. No son muchos los que pueden decir que tuvieron un juguete como el mío. 


Ya con 24 años, me reúno con él todos los domingos, sin excepción. Intento aprovechar sus últimos destellos de brillantez palpables en un tiro libre indescifrable, en un pase que contraríe las leyes más elementales de la física o en un cabezazo quirúrgico, porque todavía su magia está intacta. De vez en cuando se me pianta una lágrima al verlo salir de la cancha a los 60 minutos, cabizbajo y desorientado. No puedo evitar que me invada el recuerdo de aquellos días de gloria donde estadios enteros lo reverenciaban en silencio. Recorría ciudades y países decolorando camisetas de hinchadas rivales que lo aplaudían de pie coreando su nombre. Sé que nuestra relación cambió.  Hoy somos otros; él ya es un juguete experimentado y yo ya no soy un niño. 


Ese día llegará: mi Pulga va a colgar los botines. Millones y millones de personas alrededor del mundo despedirán a un futbolista. Yo, despediré a mi juguete. 


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