¿Cuánto tiempo es mucho tiempo?
¿Cuánto tiempo es mucho tiempo?
—¿Papá, para vos, cuánto tiempo es mucho tiempo?
Mi hijo, un gordito simpaticón de once años, me había sorprendido con una pregunta demasiado filosófica para un hombre de las ciencias duras como era yo.
—No sé, hijito ¿20 años?
—¿VEINTE AÑOS?— me respondió consternado por mi respuesta insensible.
—Mirá, lo que pasa es que el tiempo es relativo ¿viste?, no es lo mismo un minuto debajo del agua que un minuto jugando a la computadora, le expliqué.
—Ahh…— asintió con la cabeza mientras despausaba la PlayStation y volvía a enfocar toda su atención en el partido que me iba ganando 4 a 0 en 31 minutos de juego.
Por esas arbitrariedades enigmáticas de la vida tuvimos sólo un hijo con Gisela. Juan era nuestro todo. Rubio y con dos enormes faroles de un celeste casi blanco llegó para iluminar un hogar compungido. Desde chiquito aparentó tener más años de los que tenía en realidad, quizás por su notable sobrepeso, al que le peleabamos día a día. Seguíamos una dieta estricta y cruelmente rigurosa para un nene que parecía que comer era lo que más entusiasmo le provocaba en el mundo. Con Gisela, ambos disciplinados deportistas, fuimos estrictos e inflexibles en cuanto a los deportes que le exigíamos que practicara. Él los aborrecía. Detestaba todo tipo de actividad que signifique transpirar. Lo intentamos todo: fútbol, rugby, básquet y hasta indagué en un arte marcial coreana llamada “hapkido”, la cual nunca logré descifrar ni comprender el reglamento con claridad, y creo que Juan tampoco. Cuando salíamos de casa, antes de un nuevo experimento, yo podía inferir, casi inequívocamente, lo que con su mirada quería transmitirme. Papá, no te das cuenta que la paso como el orto.
Como era de esperarse, en fútbol lo mandaron a atajar. Si bien ocupaba una gran dimensión en los diminutos arcos, la poca habilidad de Juan para zambullirse hacia los palos causaba que le hagan goles completamente evitables. —¡Dale gordo boludo, estás abulonado al piso!— gritó una vez un padre al lado mío, con el cual terminé a las trompadas entre las medialunas y las torta fritas que volaban por el aire y mi mujer que intentaba calmarme y separarme del embrollo. También probamos suerte con el rugby. Siempre deteste ese deporte salvaje y con reglas inabarcables, pero me dijeron que podía ser muy bueno para Juan. Todavía recuerdo a la perfección el primer martes de entrenamiento. No había pasado media hora cuando le tiran un pase con esa pelota amorfa que pica siempre de manera impredecible. La agarró con un gesto técnico tan inesperado que me hizo gritar. —¡BIEN JUAN!— salté de mi asiento. Cuando estaba terminado de pronunciar mi arenga veo a un nene del equipo contrario acercarse a mi hijo con implacable furia, no puedo olvidar su camiseta naranja. Parecía un pequeño monstruo. Era un cíclope de los relatos de Eurípides en comparación con los otros diminutos niños. Esa bestia no puede tener once años, pensé yo. Al segundo, el salvaje impactó fuertemente con todo el peso de su hombro sobre la humanidad de mi hijo. El ruido del choque de las carnes me sobresaltó. El resto del equipo rival comenzó a abalanzarse sobre el desarmado cuerpo en el suelo. —¡PASEN AL RUCK, PASEN AL RUCK!— gritaba el entrenador incentivando el apelotonamiento sobre el “punto de contacto”, como le dicen en el rugby. —¡Para flaco, no ves que me lo van a matar!— increpé al hombre. Juan salió del hacinamiento pálido y perplejo. Al rugby, no volvimos nunca más. Lamentablemente la incursión en el básquet le duró solo tres semanas. Si bien tenía talento, las rodillas no podían amortiguar los constantes saltos que el deporte le exigían por lo que el médico nos recomendó dejarlo. Tampoco hay que forzarlo, me decía mi mujer al ver mi cara de resignación.
Varios meses después de que mi hijo me hiciera aquella extraña pregunta sobre la dimensión del tiempo, me suena el celular mientras manejaba al trabajo. Era la directora de la escuela de Juan. Con una introducción insoportablemente pedagógica, me explicó que mi hijo era víctima de “bullying”, término totalmente desconocido para mi hasta ese entonces. —Es un grupito de cinco o seis que le hacen la vida imposible, nosotros estamos trabajando en el tema, pero me gustaría que usted como papá también esté al tanto de la situación.
Voy a confesarles que siempre me incomodó la blandura de mi hijo. ¿Por qué me hacía esto? ¿no era suficiente con los deportes ¿lo habré críado mal? ¿acaso fui demasiado condescendiente? ¿no lo hice ver suficiente fútbol? ¿no lo llevé a la cancha la cantidad de veces necesarias? ¿habrá sido la desproporcionalidad de minutos de Disney Channel en comparación con los de FoxSports?. Estaba enojadísimo con un inocente, un inocente de once años de cara redonda, flequillo recto y mirada dulce. Lo adoctriné al llegar a casa.
—Vos, Juan, tenés que ser más malo, no puede ser, no podés permitir que tus amigos te molesten o se burlen de vos. Escúchame, no le digas a mamá que te estoy diciendo esto, pero a veces hay que hacerse respetar, ¿me entendés lo que te digo?—. Me miraba atónito, confundido.
—Pero papá, lo que pasa es que yo no soy así— me dijo —yo nunca molesto a nadie, no sé por qué todos se las agarran conmigo. Creo que es porque no sé jugar bien a la pelota. Sinceramente, pa, yo prefiero quedarme leyendo o jugando al ajedrez con Julián, a él lo molestan igual que a mi. Las chicas tampoco nos quieren mucho y a veces nos dicen gordos o ñoños. No quiero que te enojes conmigo, yo una vez quise pegarle a uno eh, te juro, pero me agarraron entre todos y nos cagaron a palos— cerró. Me dolía en lo más profundo del alma sentir vergüenza de mi hijo.
—Juan, lo único que te digo es que vos tenés que hacerte respetar. Mirate, sos grandote. Te juro, es una vez, y no te molestan más. Hacele caso a tu padre— concluí tajante.
Juan era brillante con los números, personalmente nunca entendí por qué existe esa dicotomía entre los grandes deportistas y los buenos matemáticos. —Este nene debería estar uno o dos cursos adelantado, aprendió las tablas dos años antes que el resto de su clase y ya domina las fracciones con demasiada facilidad— me dijo una vez la señorita. Aquel día empecé a amigarme con la idea de que mi hijo no iba a jugar bien al fútbol ni ser un gran basquetbolista, pero podía ser mucho más que eso. Se me llenó el pecho de orgullo. Vos tenes mucho talento con los números ¿sabías, hijo? le recordaba cada vez que tenía la oportunidad.
Mi hijo se me escurrió en la furia de la cotidianeidad casi sin darme cuenta.
Creo que fue un año después de aquella charla que tuve con Juan cuando me llamaron a la oficina. Era Gisela. Los sollozos sólo me dejaban entender esporádicas palabras. Rescaté los conceptos suficientes para entender que algo grave estaba pasando, algo realmente grave. Fui corriendo hasta el auto y manejé hasta el departamento. Mi mujer aquella tarde no era ella. Sus ojos estaban achinados y la irritación los entintaba de un rojo intenso. Su ceño transmitía enojo y desesperación. Tiritaba a pesar de los 40 grados que marcaba el termostato. Noté que sólo había desatendido al llanto porque ya había agotado todo el agua de la represa. Tenía un papel en la mano bastante improvisado y desprendido imprudentemente del cuaderno que lo resguardaba. Levantó la cabeza lentamente, estaba transformada por el desconsuelo. Su mirada era de desprecio. Extendió la mano y me dio el papel, era la letra de Juan. Me percaté de la humedad de las lágrimas desparramadas en la hoja. “Papá y mamá...” comenzaba la carta. No quise seguir leyendo, pero la mirada determinante de mi mujer me decía que era mi obligación sufrir como ella, que como matrimonio era nuestro mandato destruirnos juntos, que más me vale que la lea. Continué el suplicio, “Les escribo esta carta porque estoy muy cansado. No aguanto más esta situación y espero que alguna vez me perdonen. Quiero que le digan a mis compañeros que no estoy enojado, y que ojalá, alguna vez, puedan odiarme un poquito menos.” Se me cayó la carta al suelo y necesité sentarme. Mi nene, mi único hijo, se había arrojado por el balcón de mi departamento dos horas atrás.
Ya pasaron diez años de la muerte de Juan. Con Gisela seguimos viviendo juntos pero ya casi no nos hablamos. A veces pienso que me odia. Voy tres veces por semana al psicólogo y tomo estrictas medicaciones que me permiten, muy de vez en cuando, darme el gusto de una vaporosa sonrisa. Ayer tuve una charla especial con el psicólogo, él me decía que me quede tranquilo que estas cosas suelen tomar mucho tiempo, pero que todo pasa. Levanté la mirada medio confundido, miré al psicoanalista a la cara y con la inocencia de un nene de once años le pregunté:
—Doctor, ¿Cuánto tiempo es mucho tiempo?
Tomas Hodgers
tomashdg
—¿Papá, para vos, cuánto tiempo es mucho tiempo?
Mi hijo, un gordito simpaticón de once años, me había sorprendido con una pregunta demasiado filosófica para un hombre de las ciencias duras como era yo.
—No sé, hijito ¿20 años?
—¿VEINTE AÑOS?— me respondió consternado por mi respuesta insensible.
—Mirá, lo que pasa es que el tiempo es relativo ¿viste?, no es lo mismo un minuto debajo del agua que un minuto jugando a la computadora, le expliqué.
—Ahh…— asintió con la cabeza mientras despausaba la PlayStation y volvía a enfocar toda su atención en el partido que me iba ganando 4 a 0 en 31 minutos de juego.
Por esas arbitrariedades enigmáticas de la vida tuvimos sólo un hijo con Gisela. Juan era nuestro todo. Rubio y con dos enormes faroles de un celeste casi blanco llegó para iluminar un hogar compungido. Desde chiquito aparentó tener más años de los que tenía en realidad, quizás por su notable sobrepeso, al que le peleabamos día a día. Seguíamos una dieta estricta y cruelmente rigurosa para un nene que parecía que comer era lo que más entusiasmo le provocaba en el mundo. Con Gisela, ambos disciplinados deportistas, fuimos estrictos e inflexibles en cuanto a los deportes que le exigíamos que practicara. Él los aborrecía. Detestaba todo tipo de actividad que signifique transpirar. Lo intentamos todo: fútbol, rugby, básquet y hasta indagué en un arte marcial coreana llamada “hapkido”, la cual nunca logré descifrar ni comprender el reglamento con claridad, y creo que Juan tampoco. Cuando salíamos de casa, antes de un nuevo experimento, yo podía inferir, casi inequívocamente, lo que con su mirada quería transmitirme. Papá, no te das cuenta que la paso como el orto.
Como era de esperarse, en fútbol lo mandaron a atajar. Si bien ocupaba una gran dimensión en los diminutos arcos, la poca habilidad de Juan para zambullirse hacia los palos causaba que le hagan goles completamente evitables. —¡Dale gordo boludo, estás abulonado al piso!— gritó una vez un padre al lado mío, con el cual terminé a las trompadas entre las medialunas y las torta fritas que volaban por el aire y mi mujer que intentaba calmarme y separarme del embrollo. También probamos suerte con el rugby. Siempre deteste ese deporte salvaje y con reglas inabarcables, pero me dijeron que podía ser muy bueno para Juan. Todavía recuerdo a la perfección el primer martes de entrenamiento. No había pasado media hora cuando le tiran un pase con esa pelota amorfa que pica siempre de manera impredecible. La agarró con un gesto técnico tan inesperado que me hizo gritar. —¡BIEN JUAN!— salté de mi asiento. Cuando estaba terminado de pronunciar mi arenga veo a un nene del equipo contrario acercarse a mi hijo con implacable furia, no puedo olvidar su camiseta naranja. Parecía un pequeño monstruo. Era un cíclope de los relatos de Eurípides en comparación con los otros diminutos niños. Esa bestia no puede tener once años, pensé yo. Al segundo, el salvaje impactó fuertemente con todo el peso de su hombro sobre la humanidad de mi hijo. El ruido del choque de las carnes me sobresaltó. El resto del equipo rival comenzó a abalanzarse sobre el desarmado cuerpo en el suelo. —¡PASEN AL RUCK, PASEN AL RUCK!— gritaba el entrenador incentivando el apelotonamiento sobre el “punto de contacto”, como le dicen en el rugby. —¡Para flaco, no ves que me lo van a matar!— increpé al hombre. Juan salió del hacinamiento pálido y perplejo. Al rugby, no volvimos nunca más. Lamentablemente la incursión en el básquet le duró solo tres semanas. Si bien tenía talento, las rodillas no podían amortiguar los constantes saltos que el deporte le exigían por lo que el médico nos recomendó dejarlo. Tampoco hay que forzarlo, me decía mi mujer al ver mi cara de resignación.
Varios meses después de que mi hijo me hiciera aquella extraña pregunta sobre la dimensión del tiempo, me suena el celular mientras manejaba al trabajo. Era la directora de la escuela de Juan. Con una introducción insoportablemente pedagógica, me explicó que mi hijo era víctima de “bullying”, término totalmente desconocido para mi hasta ese entonces. —Es un grupito de cinco o seis que le hacen la vida imposible, nosotros estamos trabajando en el tema, pero me gustaría que usted como papá también esté al tanto de la situación.
Voy a confesarles que siempre me incomodó la blandura de mi hijo. ¿Por qué me hacía esto? ¿no era suficiente con los deportes ¿lo habré críado mal? ¿acaso fui demasiado condescendiente? ¿no lo hice ver suficiente fútbol? ¿no lo llevé a la cancha la cantidad de veces necesarias? ¿habrá sido la desproporcionalidad de minutos de Disney Channel en comparación con los de FoxSports?. Estaba enojadísimo con un inocente, un inocente de once años de cara redonda, flequillo recto y mirada dulce. Lo adoctriné al llegar a casa.
—Vos, Juan, tenés que ser más malo, no puede ser, no podés permitir que tus amigos te molesten o se burlen de vos. Escúchame, no le digas a mamá que te estoy diciendo esto, pero a veces hay que hacerse respetar, ¿me entendés lo que te digo?—. Me miraba atónito, confundido.
—Pero papá, lo que pasa es que yo no soy así— me dijo —yo nunca molesto a nadie, no sé por qué todos se las agarran conmigo. Creo que es porque no sé jugar bien a la pelota. Sinceramente, pa, yo prefiero quedarme leyendo o jugando al ajedrez con Julián, a él lo molestan igual que a mi. Las chicas tampoco nos quieren mucho y a veces nos dicen gordos o ñoños. No quiero que te enojes conmigo, yo una vez quise pegarle a uno eh, te juro, pero me agarraron entre todos y nos cagaron a palos— cerró. Me dolía en lo más profundo del alma sentir vergüenza de mi hijo.
—Juan, lo único que te digo es que vos tenés que hacerte respetar. Mirate, sos grandote. Te juro, es una vez, y no te molestan más. Hacele caso a tu padre— concluí tajante.
Juan era brillante con los números, personalmente nunca entendí por qué existe esa dicotomía entre los grandes deportistas y los buenos matemáticos. —Este nene debería estar uno o dos cursos adelantado, aprendió las tablas dos años antes que el resto de su clase y ya domina las fracciones con demasiada facilidad— me dijo una vez la señorita. Aquel día empecé a amigarme con la idea de que mi hijo no iba a jugar bien al fútbol ni ser un gran basquetbolista, pero podía ser mucho más que eso. Se me llenó el pecho de orgullo. Vos tenes mucho talento con los números ¿sabías, hijo? le recordaba cada vez que tenía la oportunidad.
Mi hijo se me escurrió en la furia de la cotidianeidad casi sin darme cuenta.
Creo que fue un año después de aquella charla que tuve con Juan cuando me llamaron a la oficina. Era Gisela. Los sollozos sólo me dejaban entender esporádicas palabras. Rescaté los conceptos suficientes para entender que algo grave estaba pasando, algo realmente grave. Fui corriendo hasta el auto y manejé hasta el departamento. Mi mujer aquella tarde no era ella. Sus ojos estaban achinados y la irritación los entintaba de un rojo intenso. Su ceño transmitía enojo y desesperación. Tiritaba a pesar de los 40 grados que marcaba el termostato. Noté que sólo había desatendido al llanto porque ya había agotado todo el agua de la represa. Tenía un papel en la mano bastante improvisado y desprendido imprudentemente del cuaderno que lo resguardaba. Levantó la cabeza lentamente, estaba transformada por el desconsuelo. Su mirada era de desprecio. Extendió la mano y me dio el papel, era la letra de Juan. Me percaté de la humedad de las lágrimas desparramadas en la hoja. “Papá y mamá...” comenzaba la carta. No quise seguir leyendo, pero la mirada determinante de mi mujer me decía que era mi obligación sufrir como ella, que como matrimonio era nuestro mandato destruirnos juntos, que más me vale que la lea. Continué el suplicio, “Les escribo esta carta porque estoy muy cansado. No aguanto más esta situación y espero que alguna vez me perdonen. Quiero que le digan a mis compañeros que no estoy enojado, y que ojalá, alguna vez, puedan odiarme un poquito menos.” Se me cayó la carta al suelo y necesité sentarme. Mi nene, mi único hijo, se había arrojado por el balcón de mi departamento dos horas atrás.
Ya pasaron diez años de la muerte de Juan. Con Gisela seguimos viviendo juntos pero ya casi no nos hablamos. A veces pienso que me odia. Voy tres veces por semana al psicólogo y tomo estrictas medicaciones que me permiten, muy de vez en cuando, darme el gusto de una vaporosa sonrisa. Ayer tuve una charla especial con el psicólogo, él me decía que me quede tranquilo que estas cosas suelen tomar mucho tiempo, pero que todo pasa. Levanté la mirada medio confundido, miré al psicoanalista a la cara y con la inocencia de un nene de once años le pregunté:
—Doctor, ¿Cuánto tiempo es mucho tiempo?
Tomas Hodgers
tomashdg
Muy buena!
ResponderBorrarSOS BUENÍSIMO ESCRIBIENDO
ResponderBorrarUfff, piel de gallina y un par de lágrimas al leer tremendo texto.
ResponderBorrarEs increíble como escribís y como cada palabra se va uniendo en historias que es difícil desconsentrarse.
Insisto. Sos impecable en tu escritura.
ResponderBorrarMovilizante
ResponderBorrarAtrapante, y con final inesperado 👏🏻
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