Mi pelea a muerte con una cucaracha. [HILO]
Mi pelea a muerte con una cucaracha. Ustedes quizás se rían, pero a mi no me genera gracia. En Twitter ya no tengo vergüenza. Al principio luchaba por una mujer, después por el más legítimo honor. Perdí por mucho.
El contexto es fundamental. Es verano. Primera salida. Nervios. Habíamos intercambiado algunos mensajes por Instagram y pegamos buena onda casi al instante. Me entusiasmé porque esto no me pasa seguido. Propongo mi casa y ella acepta.
Balcón y vino de por medio. Portillo, para los que ya me conocen. Van y vienen risas y anécdotas. Ambos la estamos pasando bien. No tocamos temas ambiguos. Evitamos religión, política y fútbol. Todo de manual. Terminamos el tubo y vamos a la habitación.
Todo viene siguiendo el curso ordinario de mi rutina. Nunca la cambio. Creo que por cábala. Soy bilardista. Ya los dos en ropa interior me pide ir al baño. Es la señal. Me quedo mirando la nada con los dedos entrelazados sobre el pecho y una sonrisa estúpida.
A su regreso la veo pasar bajo la moldura de la puerta con cara de preocupación. "Tenés una cucaracha gigante en el baño" expresó. Articuló las palabras tranquila, sin sobresaltos. Me paro velozmente. Con actitud severa acomodo lo que tengo que acomodar y cazo la ojota.
Entro al baño. Ahí está. Es grande, supera el promedio. Bicho feo si los hay. Ésta era particularmente temible. La observo desafiante pero ella ni se inmuta. Se ubica justo entre el inodoro y el bidet.
Yo planeaba una ejecución rápida y limpia. Tenía cosas importantes que hacer. Me pongo de cuclillas para darle el golpe mortal cuando sucede el horror. Desplegó alas. Voló. Comenzó a revolotear sobre mi cabeza. El ruido del aleteo era espantoso.
No puedo evitar que se me escape un grito con voz afeminada. Pongo los antebrazos sobre mis orejas y tuerzo la espalda. Abro la puerta del minúsculo baño. Ahí la alimaña jugaba de local, tenía que llevar la batalla a otro terreno. "¿Todo bien? escucho desde el cuarto.
Mi oponente fue directo a la habitación. Ella se asusta casi tanto como yo, el monstruo intimidaba a cualquiera. Luego de chocar contra algunos muebles reposa en la pared. Hubo calma por unos minutos. Ella me mira raro. Tengo que actuar, y tengo que hacerlo ya.
Me pongo la joggineta que uso para estudiar. Me transmite seguridad. Todos tenemos esa ropa con prisión domiciliaria a la que no le permitimos salir de casa. Pero se me presentó otro escollo. Tenía que cambiar el arma. La ojota ya no servía, ensuciaría la pared con la suela.
De reojo avizoro el arma perfecta. “Guerra y Paz” de León Tolstoi. Casi 2000 páginas de literatura universal. Pesa más que una mancuerna de diez kilos. Fuimos el Rey Arturo y Excalibur. Un golpe certero con ese instrumento letal y sería el fin. Sólo restaría reírnos del suceso.
La sabandija descansaba tranquila. No me temía en absoluto pero yo estaba decidido a finalizar la pelea. Me acerco con sigilo hacia la pared. Resulta que no llego, estaba muy alto. Arrimo la silla de escritorio pero tiene rueditas. Un movimiento en falso sería catastrófico.
Le pido que se acerque a sostenerme la silla. Ahora éramos dos contra uno. Me paro y agarro el pesado libro con ambas manos. Estoy a punto de cometer el homicidio. No siento pena ni resquemor. Ya estoy festejando la victoria. Pero mi rival todavía tenía un as bajo la manga.
En un movimiento raudo esquiva el golpe. Corre por la pared fugazmente. En todos los años que llevo viendo los partidos de Central, nunca vi un jugador con semejante destreza para eludir oponentes. Después se lanza sobre el pelo de quien sostenía la silla. El comienzo del fin.
Del susto empujó la silla. No la juzgo, yo hubiese hecho lo mismo. Volé por los aires y caí de espalda al suelo. Veo a Tolstoi con sus innumerables páginas cayendo en cámara lenta sobre mi pómulo. No llego a poner las manos. Siento el impacto de la sabiduría. Estoy mareado.
Con la yema de los dedos tanteo la herida. Hay sangre. Mucha. Ella se asusta. "No pasa nada, no me duele" miento. Intento transmitir calma pero estoy preocupado. Le tengo terror a la sangre. Ella va por hielo. En el trayecto tocan timbre. Es el vecino, José.
José es correntino. Desayuna, almuerza y cena mate. Le patinan algunas erres y estudia medicina. Nos llevamos bien, alguna que otra vez compartimos charla de ascensores. Se había asustado por el ruido y quería corroborar que esté todo bajo control.
Mi cita saca al aleatoriamente una remera del placard para ir a abrir la puerta. Justo la que agarró también tenía prisión domiciliaria. Y varios agujeros. "¿Qui ha pasao acá? escucho desde la habitación. Ella le explica como le sale.
Entran a la habitación. Él mira panoramicamente. Antes de preguntarme cómo estoy se le arrima al insecto. Con una mano la tira al suelo. Seguidamente le propina un pisotón certero. No fueron más de diez segundos. Luego me pregunta cómo estoy. Yo lo observo con admiración.
Su diagnóstico es que necesitaba sutura. “Tenei un golpazo pa puntos” dijo en realidad. Acto seguido se ofreció para llevarme al médico. Me encojo de hombros y acepto. Vuelve a su casa a cambiarse y a buscar las llaves. Yo me quedo con ella en el cuarto. Nos vestimos en silencio.
En el auto se reían de lo sucedido. Yo, cabizbajo, sostenía el repasador con hielo sobre el cachete. Llegamos a la guardia, los tres. Eran las dos de la mañana. Casi no tuve que esperar para que me atendieran. José y ella se quedaron esperándome afuera. Habré estado una hora.
Al regresar la dejamos en su casa. Ya me sentía mejor. José hizo algunos chistes con palabras raras en Guaraní. Solo entendí algunos pero en todos fingí reírme. Lo primero que hice al llegar a casa fue barrer el cadáver. Posteriormente me rendí en los brazos de Morfeo.
La semana siguiente transcurrió sin sobresaltos. Hasta el jueves. Yo volvía del super con bolsas pesadas. Me dolían los brazos y los dedos. Desde que pasó lo que pasó con Martín y la morocha decidí cambiar de supermercado. Voy a uno que me queda más lejos.
Llegando a la esquina veo a José. No está sólo. Enseguida la reconozco. Me hago el distraído mientras contemplo la escena. Se dan un beso asqueroso, de los que yo prohibiría en la vía pública. Ella se ríe. Él también. Se divierten.
Me olvidé de lo que me dolía el peso de las bolsas. Me quedé mirándolos un rato largo digiriendo mi fracaso. No me pregunten por qué pero, lejos de enojarme, se me escapó una sonrisa. Igual no pude reírme mucho, todavía tenía siete puntos en el pómulo.
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