Pensé que era un perro
Fue en un bar lúgubre, de un pueblo extraviado en la inmensidad de las bucólicas llanuras pampeanas, donde ese pobre hombre descubrió que se había cagado la vida para siempre. Ese domingo su vida caería en la miseria inexorable de quienes han constatado el horror ajeno con sus propios ojos. Dicen los testigos de estas experiencias, que el tormento se arraiga tanto en uno que solo por momentos te permite descansar.
El hombre nos arrastró a nosotros, cuatro perejiles, a la desgracia de convivir con el pánico.
—Les juro, pensé que era un perro— entró gritando al bar del José, dónde nos reuníamos rigurosamente todos los domingos para jugar a las cartas. Serían las ocho de la noche. El jadeo y desesperación de nuestro interlocutor me impidió examinar con detenimiento sus rasgos. Tenía unos treinta años, cara aburrida y totalmente ordinaria. —Ayudenmé… la maté. Creo que la maté. Estaba oscuro— exclamó sollozando mientras se agarraba la cabeza y bajaba las dos palmas en simultáneo para cubrirse la totalidad cara. Imagínense ustedes la sustancialidad del anuncio que los seis integrantes de la mesa nos olvidamos quién tenía el “quiero”. Me lamenté, porque ya había orejeado mis cartas y tenía la primera buena mano de la liturgia, que al ratito se perdió en la multitud de naipes que los jugadores arrojaron al paño, para concentrar la atención en el intruso. Sé que les parece un detalle menor, pero no es poca cosa, las prioridades aquí, como ya verán, son algo singulares.
Escoltamos al hombre hasta su camioneta, era una Hilux, blanca y llamativamente moderna para nosotros. Los oriundos de por acá no vemos transitar la vanguardia automotriz por las calles hasta varios años después de que son lanzadas al mercado. Lo acompañamos hasta el lugar del accidente Roberto, Miguel y yo. La camioneta se encontraba impoluta, intacta. Nos miramos con desconfianza un segundo antes de subir.
Después de unos diez minutos de un viaje hundido en un mutismo absoluto, discernimos algo a la distancia, sobre un costado de la carretera. —¡Acelerá!— gritó Roberto —creo que se mueve, se está moviendo. ¡Está viva!
A medida que nos acercabamos empezamos a otear una silueta que reptaba paralelo a la ruta, en dirección contraria a la nuestra. Con admirable esfuerzo intentaba erguirse para caminar sobre sus pies y salir de la cuadrupedia precaria, pero se caía a los pocos pasos. Cuando la distancia nos permitió entender lo que estaba pasando el silencio del habitáculo se transformó en desesperación. —¡Es la hija del Alberto!— exclamó Miguel —¡Es la Micaela, la hija del Alberto! ¡Apurate boludo, dale!— regañaba a un conductor abrumado que aún intentaba digerir el hecho de que no era un asesino. Tiró el auto en la banquina a unos veinte metros de la nena. Corrimos hasta ella y sentí algo que, jamás hasta ese entonces, mi cuerpo había experimentado. A pesar de los 38 grados sentí un frío estremecedor que me heló la sangre. Se me erizó la piel y los dedos comenzaron a temblarme. Miré hacia los costados y tanto Roberto como Miguel estaban petrificados. Tenían los ojos abiertos como platos y las miradas abstraídas, como si no tuviesen el valor necesario para hacer foco y prestarle atención a la escena. Giré el cuello para mirar por encima del hombro al conductor que aún seguía en la camioneta. Tenía los brazos estirados con sus manos adheridas al volante, no parpadeaba ni esbozaba gesto alguno. Al contrario de mis amigos, el hombre miraba punzante el acontecimiento, con ceño fruncido, ojos entrecerrados y sus labios apretados, desafiando a sus propios miedos, no levantando la vista.
Tenía trece años. Yo había visto a esa nena cuatro o cinco veces en los partidos del club Santamaría, lo acompañaba a su papá, Don Alberto, cuando el hombre no lograba persuadir a ninguna de sus otras hijas para que se asociaran en la mañana de fútbol, mates y tortas fritas. Don Alberto, el más acreditado albañil del pueblo, casi no hablaba. Al chaqueño, como lo conocían por la zona, solo sus hijas le arrebatan alguna vaporosa sonrisa en público. Una de las cuales estaba frente a mi, agonizando y adulando auxilio. Micaela era de tez oscura, extremadamente delgada y con un largo pelo negro. En ese instante de consternación, para aliviar el espanto, la intenté recordar cómo la nena de los domingos, con mirada tierna e inocente y no con los ojos agotados de sufrimiento. Miguel salió del shock e interrumpió mi catarsis con un grito imperativo —dale, agarrala, rápido, que se nos muere, hay que llevarla al Iturraspe.
En la sala de espera de terapia intensiva el silencio asustaba. Los cuatro, con los codos apoyados en las rodillas, encorvados, con el cuello caído y los dedos entrelazados mirabamos al sórdido suelo esperando novedades. A la hora llegó un policía que, indudablemente, no era de la comisaría del pueblo.
—vos venís conmigo— le dijo al de la Hilux. Me acerqué al uniformado y le pregunté desafiantemente:
—oficial ¿pasó algo?— Me contestó violento —este hijo de puta está acusado de abuso sexual con acceso carnal en concurso con intento de homicidio, me va a tener que acompañar.
Don Alberto llegó al hospital cuando todavía seguíamos en la expectativa de novedades. El abatimiento había sido tanto que ninguno de los tres había atinado a irse antes de saber lo que había pasado. El médico salió de alguna de las tantas puertas de la sala de espera queriendo esconder, pésimamente, su clara aflicción. —¿Quién de ustedes es el papá de la nena?—nos preguntó intentando dilucidar quién de los cuatros sería el que se caería al piso sobre sus rodillas y mientras le abraza la pierna echaría al cielo un grito pidiendo explicaciones, o clemencia.
—Soy yo— respondió Don Alberto con seriedad impertérrita. Cuando nos levantabamos para retirarnos nos hizo una seña agitando la mano dando a entender que nos quedemos quietos ahí. Quizás fue para que le expliquemos alguna terminología médica que él no hubiese podido inferir por su analfabetismo, o quizás sólo quería que lo acompañaramos en las novedades, que presentía severas. —Mire, Alberto— comenzó diciendo el doctor— su hija está estable, sin embargo, los exámenes dieron rotura parcial de himen, sangrado anal, vaginal y excoriaciones en labios vaginales. Parece que nos encontramos bajo un cuadro de violación, por al menos diez personas. Aún sigue en estado de shock. El choque le quebró tibia y peroné y no va a poder caminar por un tiempo. Por todo esto, no es recomendable que pase a verla en estos momentos, la estamos siguiendo de cerca. Le juro, señor, que estamos haciendo todo lo que está a nuestro alcance.— cerró el profesional viendo exactamente la misma escena que había evocado algunos segundos atrás.
Un mes después, en el mismo momento que Micaela volvía a su casa, liberaron al único sospechoso hasta ese tiempo: el hombre de la Hilux. Pasó un mes preso. Tuve la iniciativa de ir a buscarlo al penal, un poco por lástima y otro poco por el morbo de querer saber cómo se vivía un mes en el infierno. Cuando de lejos se abrió la puerta oxidada de la cárcel, ví salir un conjunto de huesos unidos entre ellos como por milagro. Tenía la barba y el pelo desprolijamente largo, la ropa sucia y unas zapatillas de lona gastadas sin cordones. Se acercó hasta el auto cojeando lentamente. Abrió la puerta y se sentó a mi lado. Con las pupilas llorosas me miró con ternura. —Yo no hice nada. Te juro. Pensé que era un perro.
Micaela nunca más volvió al colegio. Cuentan en el pueblo que toma ocho medicaciones por día, y en cóctel no falta el Clonazepam. Cuando, esporádicamente, sale de su casa, se le pueden ver las quemaduras de cigarrillos en los raquíticos brazos, que no impresionan en comparación del enorme surco en la cabeza donde ya no le crece el pelo. Aquél golpe en el cráneo, dijo el doctor, le dejará secuelas de por vida. Leí en el diario que nunca va a poder concebir por el útero destrozado. Que sufre pérdida de memoria, involución madurativa y dolores crónicos. La madre le dijo a mi señora que pasa más tiempo en la ducha que en cualquier otra parte de su casa. Le contó que se baña todo el tiempo porque siente que vomita basura. Que grita por las noches y que los ataques de pánico son más comunes que las sonrisas. Al Alberto ya no lo he visto los domingos, se queda cuidando a Micaela.
Yo sigo teniendo pesadillas. Sigo despertándome inundado en sudor al rememorar aquella escena. No puedo jugar al truco ni pasar por la puerta del bar de José, siempre tomo otro camino, no importa cuánto sea el retraso. Con Roberto y Miguel no se habla del tema ni se amaga a suscitarlo. Miguel no deja salir de su casa a su hija sino es con él, y Roberto directamente decidió no tener hijos. En ocasiones miro a mi hija y reflejo en su cara los ojos de sufrimiento de Micaela aquella noche. Tengo que ir a lavarme la cara. Pasaron cinco años de aquel domingo, por eso junté el coraje necesario para escribir, y describir, la noche que me hundió en la desesperanza. Se supo después que Micaela había ido a una fiesta con su prima y que la violaron más de diez personas, por turnos y en conjunto. No quise saber más del tema cuando leí que la causa había caído en el olvido. No había imputados ni indicios de justicia.
El hombre de la Hilux pasa impostergablemente todos los domingo a visitar al Alberto, se han hecho grandes amigos. No sé qué hablan, pero sólo lo hacen entre ellos. El otro día, estábamos comiendo con Roberto y Miguel, esperando el partido de la fecha. Nos sorprendió escuchar el timbre. Al abrir la puerta nos encontramos un hombre joven pero evidentemente avejentado —pensé que era un perro— nos dijo, y se fue rengueando...
Tomas Hodgers
tomashdg
El hombre nos arrastró a nosotros, cuatro perejiles, a la desgracia de convivir con el pánico.
—Les juro, pensé que era un perro— entró gritando al bar del José, dónde nos reuníamos rigurosamente todos los domingos para jugar a las cartas. Serían las ocho de la noche. El jadeo y desesperación de nuestro interlocutor me impidió examinar con detenimiento sus rasgos. Tenía unos treinta años, cara aburrida y totalmente ordinaria. —Ayudenmé… la maté. Creo que la maté. Estaba oscuro— exclamó sollozando mientras se agarraba la cabeza y bajaba las dos palmas en simultáneo para cubrirse la totalidad cara. Imagínense ustedes la sustancialidad del anuncio que los seis integrantes de la mesa nos olvidamos quién tenía el “quiero”. Me lamenté, porque ya había orejeado mis cartas y tenía la primera buena mano de la liturgia, que al ratito se perdió en la multitud de naipes que los jugadores arrojaron al paño, para concentrar la atención en el intruso. Sé que les parece un detalle menor, pero no es poca cosa, las prioridades aquí, como ya verán, son algo singulares.
Escoltamos al hombre hasta su camioneta, era una Hilux, blanca y llamativamente moderna para nosotros. Los oriundos de por acá no vemos transitar la vanguardia automotriz por las calles hasta varios años después de que son lanzadas al mercado. Lo acompañamos hasta el lugar del accidente Roberto, Miguel y yo. La camioneta se encontraba impoluta, intacta. Nos miramos con desconfianza un segundo antes de subir.
Después de unos diez minutos de un viaje hundido en un mutismo absoluto, discernimos algo a la distancia, sobre un costado de la carretera. —¡Acelerá!— gritó Roberto —creo que se mueve, se está moviendo. ¡Está viva!
A medida que nos acercabamos empezamos a otear una silueta que reptaba paralelo a la ruta, en dirección contraria a la nuestra. Con admirable esfuerzo intentaba erguirse para caminar sobre sus pies y salir de la cuadrupedia precaria, pero se caía a los pocos pasos. Cuando la distancia nos permitió entender lo que estaba pasando el silencio del habitáculo se transformó en desesperación. —¡Es la hija del Alberto!— exclamó Miguel —¡Es la Micaela, la hija del Alberto! ¡Apurate boludo, dale!— regañaba a un conductor abrumado que aún intentaba digerir el hecho de que no era un asesino. Tiró el auto en la banquina a unos veinte metros de la nena. Corrimos hasta ella y sentí algo que, jamás hasta ese entonces, mi cuerpo había experimentado. A pesar de los 38 grados sentí un frío estremecedor que me heló la sangre. Se me erizó la piel y los dedos comenzaron a temblarme. Miré hacia los costados y tanto Roberto como Miguel estaban petrificados. Tenían los ojos abiertos como platos y las miradas abstraídas, como si no tuviesen el valor necesario para hacer foco y prestarle atención a la escena. Giré el cuello para mirar por encima del hombro al conductor que aún seguía en la camioneta. Tenía los brazos estirados con sus manos adheridas al volante, no parpadeaba ni esbozaba gesto alguno. Al contrario de mis amigos, el hombre miraba punzante el acontecimiento, con ceño fruncido, ojos entrecerrados y sus labios apretados, desafiando a sus propios miedos, no levantando la vista.
Tenía trece años. Yo había visto a esa nena cuatro o cinco veces en los partidos del club Santamaría, lo acompañaba a su papá, Don Alberto, cuando el hombre no lograba persuadir a ninguna de sus otras hijas para que se asociaran en la mañana de fútbol, mates y tortas fritas. Don Alberto, el más acreditado albañil del pueblo, casi no hablaba. Al chaqueño, como lo conocían por la zona, solo sus hijas le arrebatan alguna vaporosa sonrisa en público. Una de las cuales estaba frente a mi, agonizando y adulando auxilio. Micaela era de tez oscura, extremadamente delgada y con un largo pelo negro. En ese instante de consternación, para aliviar el espanto, la intenté recordar cómo la nena de los domingos, con mirada tierna e inocente y no con los ojos agotados de sufrimiento. Miguel salió del shock e interrumpió mi catarsis con un grito imperativo —dale, agarrala, rápido, que se nos muere, hay que llevarla al Iturraspe.
En la sala de espera de terapia intensiva el silencio asustaba. Los cuatro, con los codos apoyados en las rodillas, encorvados, con el cuello caído y los dedos entrelazados mirabamos al sórdido suelo esperando novedades. A la hora llegó un policía que, indudablemente, no era de la comisaría del pueblo.
—vos venís conmigo— le dijo al de la Hilux. Me acerqué al uniformado y le pregunté desafiantemente:
—oficial ¿pasó algo?— Me contestó violento —este hijo de puta está acusado de abuso sexual con acceso carnal en concurso con intento de homicidio, me va a tener que acompañar.
Don Alberto llegó al hospital cuando todavía seguíamos en la expectativa de novedades. El abatimiento había sido tanto que ninguno de los tres había atinado a irse antes de saber lo que había pasado. El médico salió de alguna de las tantas puertas de la sala de espera queriendo esconder, pésimamente, su clara aflicción. —¿Quién de ustedes es el papá de la nena?—nos preguntó intentando dilucidar quién de los cuatros sería el que se caería al piso sobre sus rodillas y mientras le abraza la pierna echaría al cielo un grito pidiendo explicaciones, o clemencia.
—Soy yo— respondió Don Alberto con seriedad impertérrita. Cuando nos levantabamos para retirarnos nos hizo una seña agitando la mano dando a entender que nos quedemos quietos ahí. Quizás fue para que le expliquemos alguna terminología médica que él no hubiese podido inferir por su analfabetismo, o quizás sólo quería que lo acompañaramos en las novedades, que presentía severas. —Mire, Alberto— comenzó diciendo el doctor— su hija está estable, sin embargo, los exámenes dieron rotura parcial de himen, sangrado anal, vaginal y excoriaciones en labios vaginales. Parece que nos encontramos bajo un cuadro de violación, por al menos diez personas. Aún sigue en estado de shock. El choque le quebró tibia y peroné y no va a poder caminar por un tiempo. Por todo esto, no es recomendable que pase a verla en estos momentos, la estamos siguiendo de cerca. Le juro, señor, que estamos haciendo todo lo que está a nuestro alcance.— cerró el profesional viendo exactamente la misma escena que había evocado algunos segundos atrás.
Un mes después, en el mismo momento que Micaela volvía a su casa, liberaron al único sospechoso hasta ese tiempo: el hombre de la Hilux. Pasó un mes preso. Tuve la iniciativa de ir a buscarlo al penal, un poco por lástima y otro poco por el morbo de querer saber cómo se vivía un mes en el infierno. Cuando de lejos se abrió la puerta oxidada de la cárcel, ví salir un conjunto de huesos unidos entre ellos como por milagro. Tenía la barba y el pelo desprolijamente largo, la ropa sucia y unas zapatillas de lona gastadas sin cordones. Se acercó hasta el auto cojeando lentamente. Abrió la puerta y se sentó a mi lado. Con las pupilas llorosas me miró con ternura. —Yo no hice nada. Te juro. Pensé que era un perro.
Micaela nunca más volvió al colegio. Cuentan en el pueblo que toma ocho medicaciones por día, y en cóctel no falta el Clonazepam. Cuando, esporádicamente, sale de su casa, se le pueden ver las quemaduras de cigarrillos en los raquíticos brazos, que no impresionan en comparación del enorme surco en la cabeza donde ya no le crece el pelo. Aquél golpe en el cráneo, dijo el doctor, le dejará secuelas de por vida. Leí en el diario que nunca va a poder concebir por el útero destrozado. Que sufre pérdida de memoria, involución madurativa y dolores crónicos. La madre le dijo a mi señora que pasa más tiempo en la ducha que en cualquier otra parte de su casa. Le contó que se baña todo el tiempo porque siente que vomita basura. Que grita por las noches y que los ataques de pánico son más comunes que las sonrisas. Al Alberto ya no lo he visto los domingos, se queda cuidando a Micaela.
Yo sigo teniendo pesadillas. Sigo despertándome inundado en sudor al rememorar aquella escena. No puedo jugar al truco ni pasar por la puerta del bar de José, siempre tomo otro camino, no importa cuánto sea el retraso. Con Roberto y Miguel no se habla del tema ni se amaga a suscitarlo. Miguel no deja salir de su casa a su hija sino es con él, y Roberto directamente decidió no tener hijos. En ocasiones miro a mi hija y reflejo en su cara los ojos de sufrimiento de Micaela aquella noche. Tengo que ir a lavarme la cara. Pasaron cinco años de aquel domingo, por eso junté el coraje necesario para escribir, y describir, la noche que me hundió en la desesperanza. Se supo después que Micaela había ido a una fiesta con su prima y que la violaron más de diez personas, por turnos y en conjunto. No quise saber más del tema cuando leí que la causa había caído en el olvido. No había imputados ni indicios de justicia.
El hombre de la Hilux pasa impostergablemente todos los domingo a visitar al Alberto, se han hecho grandes amigos. No sé qué hablan, pero sólo lo hacen entre ellos. El otro día, estábamos comiendo con Roberto y Miguel, esperando el partido de la fecha. Nos sorprendió escuchar el timbre. Al abrir la puerta nos encontramos un hombre joven pero evidentemente avejentado —pensé que era un perro— nos dijo, y se fue rengueando...
Tomas Hodgers
tomashdg
Que fuerte, pero que bien que escribis
ResponderBorrar