Martes de visitas
Los martes paso a visitar a mi viejo. Siento que sólo en mi compañía puede descansar de la insondable amargura que lo hostiga. Desde que me fui de casa no pudo volver a ser el mismo. Ha optado por abandonarse, dejando que el tiempo lo desintegre a un ritmo calmo pero implacable. Sinceramente me apena verlo así; solo como un perro y rendido a los caprichos del paso de los años. Papá, quien supo ser un hombre alegre y colmado de amigos, terminó con la única compañía de un gotero de Clonazepam. También la mía, pero únicamente lo visito una vez por semana. Sus días se traducen en largas horas sentado en el sillón mirando algún partido arcaico del River de Francescoli; el fútbol es el vehículo que lo traslada a la familia que alguna vez construyó, pero de la que hoy solamente quedan escombros. Quizás aquellas tardes de otoño en el Monumental con mamá le permiten deducir que no siempre fue el viejo obsoleto y lánguido que le devuelve el espejo. La barba larga y desprolija, el pelo desgreñado, la apatía de su mirada y el olor a ancianidad del departamento, son atisbos de un final que percibo inexorable: mi viejo se va a matar. Sé que no tiene el coraje requerido para pegarse un tiro o saltar por el balcón, pero va a quitarse la vida de la manera más triste de todas… dejándose morir.
No hay peor día que los martes. Los lunes han agotado las anécdotas del sábado y el viernes por venir se percibe inalcanzable. Seguro que algo de esto tomó papá cuando eligió los martes para que pase a visitarlo. Él me espera ansioso. Un día antes acomoda la vivienda. Encera los pisos y desempolva los muebles; lava los platos, renueva el papel higiénico y expurga la mugre de cada rincón del entristecido departamento. Creo que hasta se tiende la cama. Al llegar siempre encuentro la mesa dispuesta y la comida servida. Una copa de vino, que nunca pude probar, me espera ansiosa sobre el mantel. Papá se sienta en la punta de la mesa y se pone el repasador cuadriculado de babero (nunca pudo desprenderse de esta espantosa costumbre). Cenamos en un silencio que hace tiempo dejó de ser incómodo, por el contrario, es un silencio necesario, que yo interpreto como un pedido de disculpas por todo lo que pasó aquella noche de verano. Él no levanta la vista del plato hasta que no ha desaparecido la última miga. Come atolondrado, como queriéndose sacar cuanto antes ese protocolo de encima. Acto continuo se arranca el repasador y, mientras se limpia los residuos de la comisura de los labios, va en busca de unos habanos que guarda en el primer cajón de una cómoda antigua. También por un vaso de whisky, que prueba en el sillón mientras le arrima un fósforo al puro. El ritual parece calcado con una precisión quisquillosa.
“Tu vieja nos cagó la vida ¿sabés?” me interpela entre el crepitar del habano. “Ella había tomado de más. Yo se lo avisé. Le advertí de la lluvia torrencial y de las complicaciones de la ruta 14. Insistí para que se quedara algunas horas más en el casamiento hasta que los efectos del champagne se atenúen con el baile. Esa noche hacía un calor despiadado que me pringaba la camisa en los omoplatos y me hacía brotar cataratas de las sienes. Tu hermano dormía en una cama improvisada con tres sillas de plástico que le había armado el tío Luis combatiendo el mareo del ron. Vos, siempre reluctante a los deseos de Morfeo, jugabas con los hijos de Santiago en la galería del salón. El juego consistía en correr hasta el ombú que adornaba el patio y volver raudamente resistiendo a la lluvia y los regaños de madres enfadadas que anticipaban gripes. La fiesta estaba bien y el ambiente desprendía un júbilo auténtico. Sin embargo, a eso de las cuatro de la mañana, a la obstinación característica de tu madre se le metió en la cabeza la idea de volver al hotel, ya que quería levantarse temprano por la mañana”. Cuando llega a este punto a mi viejo se le enrojecen los ojos y una rabia ineludible se apodera de cada víscera de su cuerpo. La enajenación es tan intensa que en algunos pasajes parece absorto en aquella realidad. Divaga en esa fiesta y tanto puede palpar el calor que empieza a transpirar. “Yo se lo avisé muchas veces. Lamentablemente esa porfía estúpida que tenía le impedía pensar con lucidez. Luego de una breve discusión tratando de evitar miradas parentales, terminé por subyugarme a la resolución de mi mujer. La condición era que viaje despacio, a lo que ella argumentó que eran sólo quince kilómetros hasta el hotel y que no había motivos por los cuales preocuparme. Agregó que ya estaba en condiciones para manejar y, ya entre algunas risas, la puse a prueba con juegos de equilibrio que por desgracia superó con creces. Me dio un beso, saludó a un par de familiares, y se subió al auto”.
Papá apoya la palma de la mano sobre su frente y deja escapar algunas lágrimas. La ira muta en una implacable angustia que le impide seguir el monólogo. De la impotencia percibo que le tiembla el labio inferior, a lo que él decide engañarlo con otro trago de whisky. Se toma unos minutos más, y continúa: “La policía me llamó veinte minutos después. Al principio, un poco por el shock y otro poco por el gin, no pude decodificar el mensaje con claridad. Una voz ronca me informaba que mi mujer había tenido un accidente grave, que la situación era compleja y que me necesitaban con urgencia en el kilómetro 341. Tu hermano todavía dormía sobre aquella cama precariamente ensayada. Sólo a Luis le comenté del llamado, ya que era el encargado de llevarnos hasta el hotel al terminar la fiesta. En una serie de actos irreflexivos juntamos lo necesario y nos subimos al auto. Una vez en la ruta yo podía ver desde el asiento del acompañante la aguja del velocímetro queriéndose escapar del tablero. En sólo diez minutos llegamos a la escena. A lo lejos empezamos a vislumbrar luces fulgurantes, blancas y azules, al costado de la ruta. Había al menos tres patrulleros arrojados sobre la banquina rodeando al conjunto de chatarra que estimé debía ser mi auto. Luis no quiso bajarse. Agachó la mirada y se sostuvo con ambas manos la cabeza. Acto continuo me bajé del auto y me acerqué al comisario que me esperaba con el puñal en la boca. Aquel era un puñal quimérico, sin filo ni empuñadura, pero con la idéntica potencialidad de herir: «Señor, le tengo malas noticias» lanzó mientras se acomodaba la gorra de plato”.
Los martes paso a visitar a mi viejo. A las doce en punto de la madrugada abandona el cóctel de Clonazepam para poder conversar sin titubear. Además, sin todos esos fármacos trabajando sobre su psiquis, él se convence de que puedo escucharlo. La primera parte del ritual usted ya la conoce; a eso de las nueve sirve dos copas de vino y se sienta en la punta de la mesa. Come rápido para inaugurar cuanto antes el apesadumbrado monólogo. En realidad, le hablé de la parte del discurso que se mantiene rigurosamente invariable, ya que después de la frase del comisario suele darle distintos órdenes y lugares a los sucesos de aquella noche, estimo que por el shock. Cuéntase que papá corrió hacia el auto en un acto maquinal, mientras los policías intentaban retenerlo. Sin embargo, a la mitad del trayecto se encontró petrificado por la conmoción, paralizado por una seca sacudida que le recorrió la cervical. Sobre el asfalto, todavía mojada y aún con barro producto de aquel juego del ombú, vio mi zapatilla teñida de rojo. Mi viejo se desarmó sobre sus rodillas para luego desaparecer entre uniformes azules que procuraban contenerlo. Él dice no acordarse nada más de esa noche, que aconteció hace exactamente quince años.
Los martes paso a visitar a mi viejo. No sé por qué, pero creo que en algún rincón de su alma puede sentir mi presencia. De lo que estoy convencido es de que a él le sirve saber que lo escucho. Cuando el reloj marca las doce va en busca de mi inmaculada copa de vino, esas que empezó a servir el día que yo hubiese cumplido dieciocho años, y vierte lentamente el contenido al inodoro. Después me pide disculpas, insulta a mamá y se pone algunas gotitas de Clonazepam debajo de la lengua.
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