Mi viejo me echó del país.

Mi viejo me echó del país. 


Desde el inabarcable ventanal del aeropuerto de Ezeiza veo aterrizar un inmenso Boeing 747. Me doy cuenta que es mi avión por la pluma de la Aerolínea Air New Zealand que lleva estampada en la cola. Mientras me acerco a la puerta de embarque con los cafés más caros que alguna vez compré, observo a mi hija de 2 años que hace apenas algunas semanas empezó a articular sus primeras cacofonías en este precioso idioma. Está sentada en la alfombra con las piernitas cruzadas y la tablet apoyada sobre su falda. Sobre ella, en esos incomodisimos asientos de aeropuerto, mi mujer sostiene en los brazos a mi hijo de ocho meses e intenta infructuosamente calmar sus alaridos. Su mirada ya no tiene el enojo de algunas semanas atrás, en cambio transmite la profunda inseguridad de toda decisión irreversible que se mezcla con el miedo de la incertidumbre. Cuando me siento a su lado, reposa su cabeza sobre mi hombro y percibo la humedad salada de una lágrima atravesar mi remera. Yo no puedo evitar hacer lo propio. Me agarra la mano y la aprieta con fuerza. 


Australia es un país muy loco, papá. Leí que tienen veinte de las serpientes más peligrosas del mundo, dicen que te las encontrás en los shoppings, baños y hasta en las canchas de fútbol. También escuché por ahí que tienen más de dos mil especies de arañas, las hay de todos los colores y tamaños. Y ni hablar de los tiburones y canguros. Igual, en las grandes ciudades como Sidney, es raro encontrarte con cestas alimañas. Para serte sincero, no sé bien que voy a hacer allá, pero alguna ganga conseguiré. Tengo miedo, viejo, pero no me dejaste otra opción.


Todavía me acuerdo patente cuando juntaste a toda la familia y, con los ojos inundados en lágrimas, nos dijiste que ibas a tener que echar a José, porque de no hacerlo el único destino era fundirte y tener que concursar la empresa. Con tu paciencia desmesurada nos explicaste por qué no tenías otra alternativa, con numeritos en una servilleta que hacía de cuaderno nos intentaste graficar cuántos impuestos pagabas, lo imposible que era sostener un trabajador y cómo el Estado, lejos de ayudarte, sólo te la complicaba aún más. Todos sabíamos cuánto querías a José y lo inevitable que debe haber sido para vos tomar tan drástica decisión. Esa noche te escuché hablar hasta las tres de la mañana con varias personas, les preguntabas si necesitaban un empleado y les comentabas los oficios y talentos que tenía “El polaco”. Me parece verte a la semana siguiente pasar la moldura de la puerta de casa cabizbajo y abatido. Sentado en el sillón y con la cabeza entre tus manos, me contaste que un grupo de gremialistas prepotentes te habían destruído el local a piedrazos y no sabías si ibas a poder reparar los daños porque ya no tenías acceso a capital. Te dijeron garca, forro e hijo de puta, a vos viejo, que no dejaste de laburar un sólo día de tu vida con la excusa de que nosotros nos merecíamos una infancia mejor a la que a vos te había tocado. A partir de ese día ya casi no te vimos por casa, pasabas todo el día arreglando el local a costa de tu propio sudor. Te levantabas a las seis de la mañana y no volvías hasta la noche. Se me impregnaron en la memoria tus manos lastimadas y encallecidas, junto con los pantalones de jean hechos un harapo. Me acuerdo que Germán te ayudaba cuando no dabas abasto. Después de un mes de sacrificio inconmensurable nos invitaste a la reapertura de la ferretería. Que linda estaba mamá ese día, a pesar de que tenía diez años no puedo olvidarme su cara de alegría. Cuando llegamos nos explicaste entusiasmado como habías hecho esto y aquello, con qué material habías construido los estantes y cómo habías ordenado las cajoneras por orden alfabético. Tus amigos te abrazaban y felicitaban. Creo nunca haberte visto tan contento y orgulloso. Pero todo se esfumó en sólo dos meses. Hablabas con mamá en la cocina y yo desde mi habitación podía sentir tu desasosiego. No podías entender lo que estaba pasando y cómo José te estaba demandando por una cifra millonaria. Arguia un accidente de trabajo que jamás había ocurrido y el papel que arrojaron por debajo de la puerta decía que un perito judicial le había diagnosticado un 60% de incapacidad por estrés post traumático. Tuviste que cerrar la ferretería recién estrenada para solventar los gastos del proceso. Lejos de rendirte, te presentaste rigurosamente a todas las audiencias con la seguridad del que se ha comportado intachablemente durante toda su vida. Incluso me comentaste que un día te cruzaste a José en tribunales y llorando te confesó que todo había sido idea de un grupo inescrupuloso de abogados y que cuan arrepentido estaba. Dos años después, la sentencia salió desfavorable y vendiste el terreno del local para pagar la demanda. Nos mudamos a un departamento más chico mientras mis hermanos se iban yendo de casa. Un año después, ya con cuarenta y ocho años, se te ocurrió un emprendimiento fabuloso que pensabas que iba a revolucionar la industria ferretera, pero desististe cuando te pidieron catorce documentos que no sabías bien qué eran, ni dónde conseguirlos. Además te dijeron que te llevaría por lo menos un año empezar a operar tu negocio y otros tantos la habilitación del local. Preferiste ponerte un taxi. 


A pesar de lo injusto que fue este país con tu esfuerzo, vos jamás te rendiste. Me acuerdo como te enojabas cuando nosotros te decíamos que este país era una mierda sin solución. Te enfurecías y nos adoctrinabas explicádonos que estamos llenos de gente hermosa, pero que hace mucho tiempo se están haciendo las cosas muy mal. Nos insistías para que no emigremos y nos intentabas convencer de que la peleemos acá, como lo hiciste vos, para así poder barrer toda esta mugre. Decías que tus años te demostraron que los laburantes y la buena gente eran la mayoría, pero que el país había caído en manos de algunos burócratas pedantes que manejan el destino de un pueblo a su antojo y era nuestro deber recuperarlo. Te escuché, papá, te juro que te escuché, pero hasta acá llegué. Todavía no puedo concebir que te hayan pegado cuatro tiros para robarte el taxi. Un auto, viejo. 


Australia es un país muy lindo. Quizás pueda poner mi propia ferretería y algún día tener un empleado que me de una mano. Quiero que mis hijos vean los frutos de mi esfuerzo y que aprendan a valorar cuánto vale el sacrificio. Quiero que tomen el camino correcto, como me enseñaste, y no el más fácil o cómodo. Quiero que puedan salir a bailar y volver caminando a cualquier hora con el sólo temor de encontrarse un canguro violento. Que tengan proyectos y que puedan cumplirlos, y que si no lo logran sepan que es sólo porque ellos no dieron lo suficiente y no por las trabas incansables de un aparato agotador.  Quiero que tengan confianza en la justicia, y que los políticos les tiendan una mano y no le hagan todo imposible. Quiero fracasar incontables veces por errores propios y poder levantarme, y así aprender y seguir aprendiendo. Quiero creer en los finales felices y que tenga sentido eso de que el esfuerzo siempre sirve para algo. Quiero vivir en un país donde una vida valga más que un auto. Mientras toda esta gente embarca en el avión se me viene a la mente tu cara aquel día de invierno, cuando supe cómo se veía la injusticia. 


Escucho por los altoparlantes que me llaman por última vez para subir al avión. Mientras me levanto del asiento suelto mi última lágrima. Miro a mis hijos pero no puedo dejar de pensar en vos. 


Tomas Hodgers

tomashdg


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