Un tropiezo

A pesar de su edad y su exigua experiencia, Victoria había invertido suficiente tiempo como para desenmascarar cada una de las miserias de Germán. No fueron más de cinco años que, en contexto, eran una eternidad. Desnudó para sí todas y cada una de las debilidades del muchachito. Algunas de ellas no necesitaban excesiva pericia, y una vez superado el fervor de los primeros meses, vió lo que cualquier otra persona con un poco de esmero y atención podía dilucidar. El chico era apuesto, eso sin dudas, si no nunca hubiese llamado la atención de lo que era una de las chicas más solicitadas de la facultad de psicología. Sin embargo, Germán llevaba la suerte de su atractivo con evidente descuido y desinterés. Recorría los pasillos universitarios con pantalones enormes heredados de algún primo y siempre la misma camisa que había hurtado sigilosamente del cajón vetusto de su abuelo. Tuvo que incurrir en el delito cuando su madre le dió algunos pesos para que se compre camisas, pero él prefirió desviar los fondos para invertir en un libro. Esas eran sus prioridades, y así fue como la cautivó. Fue en una clase de psicoanálisis donde llamó su atención, la deslumbró hablando con soltura de los papeles específicos desempeñados por las entidades del ello, yo y superyó freudiano en todos los niveles del ser humano. Una sola charla después de una clase -de varias horas, eso sí- bastó para obtener una curiosidad genuina de Victoria, que vertiginosamente mutó en una atracción tan superficial como erótica. Pero todo eso se había esfumado. Germán era tímido, y en consecuencia callado, virtud -para quienes así consideramos la capacidad de guardar silencio-  que Victoria valoró en un principio, cuando encontró en él un mundo enigmático y diferente que ningún otro había podido ofrecerle. Pero con el correr de los años este decoro excesivo para la edad había comenzado a incomodarle.
—¿Nunca vas a hablar cuando estás con mi familia?— le reprochó, no en tono de enojo sino de un interés verdadero.
—Sinceramente no creo tener nada interesante para decir— contestó tranquilo.
—Bueno— dijo ella en forma cariñosa— tenés muchas cosas interesantes para decirme a mí.
—Pero a vos te parecen interesantes solamente porque las digo yo— dijo sin tomar consciencia de lo equivocado que estaba en la afirmación. Hacía rato que a Victoria no le interesaban sus testimonios.

El tiempo fue desnudando ante sus ojos una realidad que le calaba en algún lugar de su juventud. No era enojo -o al menos eso creía- sino una profunda tristeza de ver a su compañero como un triste hombrecito. Así lo veía. Un viejo de cuarenta años -perdonen cuadragenarios pero así son percibidos por ojos de veinticinco- atrapado en una silueta esbelta y atractiva. Germán no solía salir a bailar, sencillamente no le gustaba, lo veía estúpido. Prefería otras cosas. Entiéndase que esto último no implica que fuera un aburrido, ni mucho menos, de hecho en la intimidad le arrebataba algunas sinceras carcajadas. Tenía un humor ácido y un tanto morboso que a Victoria siempre le encantó. Pero ya no alcanzaba. Ella cavilaba largas noches sobre las posibles salidas al laberinto en el que se encontraban sus pensamientos, que a su edad se hace aún más engorroso. Algunas noches lo miraba con ternura, mientras le acariciaba la cabeza. Hasta sentía un poco de lástima.

La cervecería estaba repleta esa noche, pero había aceptado ir para despejar un poco las tribulaciones. Su mejor amiga había insistido. Rodeando una mesa innecesariamente alta y unas baquentas por demás incómodas se sentaron con algunos conocidos y otros tantos no tan conocidos. Uno que otro con bigotes y la mayoría con entalladas camisas floreadas que nunca le habían fascinado. El bigote tampoco. Germán tenía barba y usaba la camisa de su abuelo. La charla ni siquiera le atraía demasiado, pero hacía algún perdido comentario para no desentonar. Hablaban de la facultad y de banalidades típicas de la edad. Algún que otro comentario de los chimentos de Rosario que Victoria no estaba tan al tanto.
—¿Y vos qué onda, sos amiga de Juliana?— le preguntó uno de bigote precoz.
—Sí, sí, estudiamos juntas— contestó con una forzada sonrisa.
—Ah, mirá qué bueno. Acá nos conocemos todos jaja.
La velada de viernes siguió hasta que quedaron solo cuatro circunvalando la mesa. Su mejor amiga estaba hipnotizada en una conversación estéril. Estuvo obligada a hablar con el restante, cuestión de deferencia. Después de algunas cervezas no le disgustaba tanto la camisa celeste con margaritas enormes desparramadas.
—¿Cómo te llamabas?— preguntó él.
—Victoria ¿y vos?.
—Nicolás, un gusto— le dijo sonriendo— veo que tu amiga está ocupada ¿te invito una birra?.
—Emm, bueno— respondió dubitativa.
—A mi sinceramente no me gusta tanto la cerveza ¿sabes? tomo porque todos toman. Pero prefiero el Fernet.
—Claro, a mi también me gusta el Fernet. Depende para la situación.
—Y escuchame ¿que era que estudiabas?
—Psicología ¿y vos?
—No, no. Yo trabajo con mi viejo, no le veo mucho sentido a estudiar. Me voy a dedicar a laburar en la empresa.
Antes de que Victoria pudiera esbozar una respuesta su mejor amiga los interceptó:
—Vicky, yo me voy. Agustín me lleva. Querés que te acerquemos?— preguntó.
—Yo la llevo después, estoy con el auto— interrumpió Nicolás. Algo debió ocurrir en la expresión de Victoria, porque aclaró rápidamente— si querés ¿no? obvio. La miró.
—Bueno, dale me voy después. Cuidate, hablamos mañana— cerró Victoria.
De camino al auto Nicolás intentó quebrantar el mutismo incómodo que solo permitía escuchar los zapatos de ella golpeando la vereda de una noche cerrada.
—¿Y vos tenes novio?.
Dudó.
—Emm no, no por el momento— apenas respondió una sensación horrible la invadió.
—Aquel es mi auto. El Golfito ¿está bueno, no? lo saqué hace unos días, es 2.0. Una nave, no sabés lo que levanta— le comentó con ese imaginario idiota que tenemos los hombres de creer que a las mujeres les interesan las características de nuestros autos.
—Está bueno. Tiene cuatro ruedas— replicó en modo jocoso.
—Vivo acá a unas cuadras— aclaró él al subir al auto— ¿querés que vayamos un rato?.
—No sé— contestó.
—Vamos un rato, después te llevo a tu casa.
Se dejó convencer.

El departamento era lindo, si bien un tanto desordenado. Apenas cruzaron la frontera de la puerta la sorprendió con un beso.
—Pará— le dijo.
—¿Pasó algo?— preguntó con ingenuidad.
Demoró unos cinco minutos en contestar.
—No, no— dijo ella, dejando suceder.

Aquella primera y única infidelidad de Victoria fue particularmente breve.
—¿No vas a decir nada?— la interrogó buscando una evaluación.
—No creo tener nada interesante para decir.
Al rato Nicolás se durmió como un nene y ella sintió una tristeza que le quemaba en cada rincón del cuerpo. Aquella habitación se hacía cada vez más chica y empezó a transpirar. El ambiente no era hostil, pero nada de lo que veía a su alrededor le gustaba. Lloró, pero se secó las lágrimas y se cambió rápido. Eran las tres de la mañana.
—Bajame a abrir— lo despertó molesta.
Con ojos entrecerrados el chico balbuceó.
—Bancame que te llevo.
—No, no. Bajame a abrir. Dale.
Mientras él se cambiaba a desganas y con lentitud, Victoria le daba la espalda sentada en la cama. Miraba abstraída algún punto fijo. Cuando bajaron se fue sin saludarlo. Tomó el primer taxi que pasó.
—Vamos a Oroño y Jujuy— le dijo al chofer.
Al llegar al departamento tocó el timbre del 11A. Tuvo que tocar varias veces.
—¿Quien es?— se preguntaron del otro lado con voz dormida y entrecortada.
—Soy yo, Vicky. Bajame a abrir.
Cuando Germán abrió la puerta lo abrazó con firmeza e intentó contener el llanto.
—Fuimos a tomar algo con las chicas y pensé venir a dormir con vos.
Germán la notó rara, pero su inteligencia le advirtió que en ese momento era mejor no indagar.
—¿Puedo pegarme una ducha?
—Es tu casa también. Lo sabés. ¿todo bien?.
—Todo bien. Te quiero.

En la ducha intentó limpiar con agua cosas que el agua no higieniza. Mientras las gotas le pegaban en la cara y en el pecho creyó entender muchas cosas. “Nunca estuve tan contenta”, se dijo. “Hice lo correcto, lo que debía hacer”. Desde ya que esas afirmaciones son ambiguas.

Tomas Hodgers
tomashdg

Comentarios

  1. La inteligencia de no indagar cuando sabes que no querés escuchar la respuesta, es un mecanismo de defensa. Buena historia. Mundana, cotidiana, deja con ganas de una continuación.

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