Los muertos también lloran

Señores jueces, los muertos también lloran. 

Cuando mi abuela me contó que los muertos lloraban recuerdo no haber entendido semejante inverosimilitud. Lloran a través nuestro, agregó la vieja. Hoy, cada vez tiene más sentido aquella frase. Creo, estimados magistrados, que la mayoría de ustedes desconocen esta capacidad insólita que tienen los fallecidos. Quizás no tuvieron la suerte de tener abuelas como la mía. No es por asustarlos, pero muchos de nuestros muertos lloran por su culpa, señores jueces. 

Nuestros muertos lloran a través de sus padres que pasan años, incluso décadas, observando a los homicidas de sus hijos vivir con impunidad la vida que a éstos les ha sido arrebatada. Lloran a través de todos esos novios, que intentan despertarse de la pesadilla en la que están sumergidos mirando el celular. Esperan un mensaje que saben que no recibirán jamás, porque no recibieron el “llegué” aquella noche. Lloran a través de las novias de los pibes a los que les pegaron un tiro por no poder bajarse del auto a tiempo. Lloran a través de esos familiares que perdieron un miembro en la liturgia de los jueves. Lloran a través de esos amigos que perdieron mucho más que un integrante del grupo de WhatsApp, que un jugador de fútbol cinco, o un soporte incondicional para salir de joda. Perdieron un compañero de vida. Lloran a través de esos hermanos y hermanas que perdieron al único confidente del sexo opuesto que tenían en el mundo. Lloran a través de esos clubes, que no perdieron un socio, no perdieron un defensor o un delantero, ni un base ni un pívot. Perdieron amigos entrañables.  Nuestros muertos sufren con cada una de las lágrimas que derraman los vivos al escuchar “lo volvería hacer”, “no me arrepiento de nada” o “de acá salgo en un par de años”. Lloran padres, novios, hermanos, primos, amigos y abuelos esperando que ustedes les den un consuelo tan insatisfactorio como es el de justicia. Y con todos ellos, señores jueces, lloran nuestros muertos. 

Nuestros muertos lloran a través de la nena que violaron a los seis años y no puede llorar porque el dolor es tan insondable que las lágrimas ya de nada sirven. Ustedes, magistrados, llaman a esa nena a declarar. La sientan en un estrado y la bombardean a preguntas. Se ponen del lado del tío, de treinta y cuatro años porque que es víctima del sistema. Así como se ponen del lado del borracho que manejó a 160 km por hora con 1.6 de alcohol en sangre y dejó paralítico a un pibe de veintitrés. Se cruzan a la vereda del ladrón, que para robar una billetera con doscientos pesos le pegó tres tiros a un verdulero, o arrastró veinte metros a una viejita que esforzadamente podía caminar con bastón. Están con los delincuentes que toman una cárcel y la prenden fuego, y no con las víctimas que tienen terror de tener a sus verdugos de vuelta en sus casas. 

Por suerte, a algunos afortunados les toca llorar menos, han tenido la insignificante suerte de la justicia. Sólo tienen este porvenir los que han luchado incansablemente. Son los que han luchado contra jueces, juzgados, abogados defensores, burocracia administrativa y empleados que consideraban su muerto “un caso más”. Lucharon en la primera instancia y tuvieron que volver a pelearla en la Cámara de Apelaciones. Dieron todo por muchos años y al final tuvieron la miserable recompensa. Pero duró poco y hoy vuelven a brotar sus miserias. Un hombre que había violado a una nena con retraso mental vuelve a su casa a cuarenta metros de la víctima. Otro abusador, que violó a su hijo de ocho años, pasó sólo un año en la cárcel y hoy camina tranquilo en libertad. Un asesino de dos prostitutas está en su casa tomando mates, mientras el que dejó ciega a una vieja de ochenta pasea por La Plata. Hoy, queridos jueces, gracias a ustedes nuestros muertos vuelven a llorar.


Tomás Hodgers

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